jueves, 26 de agosto de 2010
martes, 24 de agosto de 2010
La moneda de cinco centavos
El pasaje que me lleva todos los días al trabajo sale un peso con veinte. Ni uno con venticinco ni uno con diez. Uno con veinte. A veces pienso que puede que sea menos, quizás uno con diez. Sobre todo cuando apenas llego a ese uno con veinte en monedas. Pero no me atrevo a preguntar. Alguna vez tuve una conversación violenta con un chofer, por un tema así, de centavos y desde ese día prefiero ir a lo seguro: si no tengo uno con veinte hago todo lo posible por conseguirlos. Es, de alguna manera, el precio que yo le he puesto a ese recorrido, y hay algo de eso -ahora que me detengo a pensarlo- que me gusta. (Seguramente habrá quien diga: esa es la ilusión de la libertad democrática; sí, bueno puede que sí, o puede que mi pequeña mente al estilo Madame Bovary elija pensarse sino libre, al menos presa de pequeñas ilusiones como esta, valga el cliché)
De manera que quizás sea eso y punto. Una decisión que tomé: cuánto me sale ir a trabajar. Pero sigamos: para llegar a esa suma, si no tengo cambio hago lo que todos: gasto y gasto billetes de dos para dar con el cambio exacto, tiro las monedas en el fondo del bolsillo de la cartera o el pantalón y, cuando llega el cole, me subo. En general ahí vuelvo a buscar las monedas. Vaya a saber porqué no las aprieto en la mano cual tesoro desde el vamos -después de todo, conseguirlas es tan complicado. Busco, entonces, las monedas en el bolsillo de la billetera, apurada, siempre a último momento -sé que las tengo, claro, ya me hice del cambio- pero las monedas de cinco y diez centavos son como miguitas de pan entre las más grandes y se pierden indefectiblemente: las de veinticinco y cincuenta les ganan en peso y tamaño y son las que en general meto en la maquinola del 92. (Las de uno peso pertenecen a otra categoría definitivamente. Significan casi el total del pasaje y no vienen a cuenta.) Cada vez que voy a decir el precio del pasaje pienso que sería mejor decir un peso con veinticinco, como para no tener esas moneditas de cinco dando vueltas por mi cartera, mis bolsillos, la mesa donde a veces vacío el contenido de la cartera, las manos de los chicos, etc. Es decir: si la cifra es redonda (en el sentido casi literal de las monedas grandes y pareciera más redondas que las otras, las pequeñitas, los granitos de arena) nada sobra. Nada molesta. Si dijera uno veinticinco no tendría esta familia de monedas desperdigadas por la casa. Aunque quizas sea justamente por eso que estoy tan aferrada a mi "uno con veinte". Porque quiero que me sobren esas monedas como si fuesen fragmentos recuperados de algo mayor (de hecho lo son), como si fuesen un pequeño lujo (tan pequeñas, tan proclives a perderse), un talismán, la posibilidad de algo, algo que no es simplemente la "suma de las partes" porque contadas son las veces que logro reunir tantas moneditas de cinco como para comprar un nuevo pasaje. Ellas son otra cosa y hacia allá vagan, con un rumbo preciso que sólo ellas conocen.
Hoy al mediodía, como casi todos los días, fui a buscar a mi hijo al jardín. Íbamos caminando, así medio cansado él, medio apurada yo pero cantando, o corriendo carreritas -así de ídilico como parece ser es, perdone el descreido- convenciéndolo de que la carne que lo esperaba en casa era de verdad "su comida favorita" cuando, en el medio de la calle vi algo que brillaba. Era una moneda de cinco centavos. "Trae suerte", le dije a Lucio y la guardé en el bolsillo de atrás de mi jean. Claramente, durante el día no la usé. ¿para qué puede servir una moneda de cinco centavos? Seguramente ahora, cuando me vaya a dormir y el pantalón cuelgue de su percha, la monedita ruede, con convicción y tranquilidad hacia su destino.
domingo, 8 de agosto de 2010
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