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viernes, 13 de julio de 2012





Nunca fui una chica ordenada. Jamás he sido obsesiva. Sin embargo, desde que tengo hijos ver desarmarse los brazos de algún muñeco, dar vueltas por la casa la pieza suelta de algún rompecabezas, o perderse sin remedio la rueda de algún auto me desespera. Entonces, como el lunes pasado, me pongo a ordenar. Organizo cajas donde guardo autos con autos, muñecos con muñecos, bloques con bloques. Quisiera que cada juguete estuviera en su respectiva caja, cada lápiz en su cartuchera. El trabajo aunque tedioso es reconfortante. Milagrosamente aparecen las partes sueltas; es raro que alguna pieza se pierda para siempre. Todo está. Pero mezclado. Entonces una va rearmando a Buzz Lightyear, por ejemplo. O recomponiendo la serie de animales de Pooh. O encontrando las piezas de madera del rompecabezas de animales. Como si hubiese un orden encargado de velar por los juguetes, como si este aparecer y desaparecer estuviese dentro de las reglas del juego. Todo lo contrario a lo que pasará después  cuando las cosas -las partes de las cosas- empiecen a desencajarse unas de otras, empiecen a desarmarse y a perderse de vista por más de que una se esfuerce tratando de entender cómo fue que quedó en medio de tantos hilos sueltos, tantos cabos sin atar, tantos planes terminados a medias. 

lunes, 25 de julio de 2011



Las vacaciones de invierno tienen esto: volvés a la sensación de que el año se divide en dos, que hay un antes y un después de julio y, aunque vas y venís con los niños a todos lados te sentís un poco, apenas quizás, también, de vacaciones. Pintar en casa, armar rompecabezas, dejar que se queden despiertos hasta tarde, ir al teatro: relajarte. Y, por ejemplo, volver a escribir poemas. Como si estuvieras de cara al mar o a la montaña, el ocio, aunque no vaya a durar más de un par de días, me permite, por ejemplo esto: dejarme llevar e inaugurar el cuadernito con floripondios en la tapa que reservaba vaya a saber para qué. Así estamos: en un período de inusitado optimismo donde todo, incluido escribir sin más, por qué sí, lo que se me da la gana, parece posible.

domingo, 24 de julio de 2011

Domingo: I'm back

De pantuflas y bata sentada frente a la biblioteca elijo libros para mis cuatro o cinco días de vacaciones urbanas y con niños pero vacacione sal fin. ¡¡No tengo nada que leer ni escribir por trabajo!! Entonces reordeno apenas mi biblioteca, recorro con la vista los estantes. Digo: los italianos acá, los alemanes -que no leí sino que son propiedad casi absoluta de S- para allá y me meto en la cama con una selección para nada arbitraria: es lo que pienso leer y leer estos días en busca de inspiración. Quasimodo. Un poema de Laura Wittner que salió en el último Diario de poesía (porque hace rato que quiero escribir sobre la playa y ella lo hace tan bien!!), John Ashbery y, cuando lo encuentre, mi querido Bonnefoy. Vuelvo a las fuentes. A meter en una bolsa todo lo escrito hasta ahora darlo vuelta y ver qué sucede.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Empecé

Ha sido un año duro. Hermoso, felicísimo, pero cansador. Mucho agotamiento físico producto de despertarme dos, tres, cuatro veces en la misma noche. Por eso amerita anunciar que estoy oficialmente de vacaciones. Nada de escribir por encargo, nada de nada. Que lecturas y ganas de escribir no faltan. Así que me pongo un poco al día: para las vacaciones: La isla, último libro de poemas de Mercedes Araujo, Abundancia, la novela ganadora del premio Letra Sur de Mori Ponsowy y me llevo Ana Karenina, para sumergirme un poco más en la literatura de mi nuevo amigo, Tolstoi. Y hasta febrero a escribir mi historia. O al menos a esbozarla.

sábado, 9 de octubre de 2010

Súbito "este es el fin"

"Siempre me divierten tus estados de súbito este es el fin", me escribe una amiga, cuyo blog calurosamente recomiendo tierrastroll.blogspot.com (y su novela El molino editada hace unos años por Bajo la luna), en referencia a mis posts. Me dió mucha gracia, porque tiene razón: será que me cuesta tanto encontrar el tiempo para escribir en el blog (el hecho de que me hayan bloqueado lel acceso en la compu del laburo ciertamente colabora en esta dificultad) que cada vez que lo hago siento que va a ser la última. Eso sumado a mi percepción de la realidad: siempre en el límite con lo dramático (herencia clara de mi madre). Por suerte -¿o gracias a Dios?, qué dilema para un sábado a las 5 de la tarde- estos estados se combinan con días y días enteros en los que voy de acá para allá medio tentada de la risa. Digo: la realidad cuando uno logra no tomársela personalmente es muy cómica. Claro que cuando uno esta de malas es imposible no ver el maquiavélico plan gestado en contra nuestro, después de todo el sistema laboral es injusto, la paga es poca, las relaciones siempre son asimétricas, etc, etc, etc. Pero si uno logra tomar distancia, separar la paja del trigo y convencerse -no resignarse, eh, eso no, siempre vendrán días medio bajón para que uno recupere su justo enojo- de que hay cosas con las que, por más rabia que den, seguiremos lidiando, es posible tener un tono más celebratorio. En fin. Una recomendación par el fin de semana: Hebe Uhart.

jueves, 2 de septiembre de 2010

La olla que hace puf puf

Estoy viendo qué voy a leer esta noche (por la lectura de Bombplan del jueves pasado). Me pongo a revisar en mi librito súper inconcluso, ese que se llamará algo así como Bucólico paisaje de clase media. Pero me cuesta elegir. Tampoco son muy nuevitos. Algunos tienen ya más de dos años, por ejemplo. (UY! qué viejos, diría con ironía una poeta que conozco). Y bueno, es lo que tengo. Ahora, ¿por qué me resulta tan difícil elegir entre esos poemas? Hay una frase que me resuena en la cabeza cual pajarito de la propaganda: "cuando uno cree que el mundo es el propio jardincito, las labores de la casa y la olla que hace puf puf, ganó el otro", le decía Juana Bignozzi a Fondebrider en Ñ. Y esa frase es determinante. Es terrible. Medio lapidaria. Pero, lamentablemente, la creo. Hay que pasar la prueba de esa frase. ¿Qué es el mundo, qué es lo propio, quién es ese otro que ganó si uno cree que lo propio es tan pequeño? ¿Qué guerra debería uno estar peleando? S siempre me dice que hay una guerra, pero que está afuera. Yo, sin embargo, la veo adentro. Afuera también, claro. Pero sobre todo adentro. ¿Eso me coloca en ese universo de "la olla que hace puf puf"? Y sí, soy cola de paja. Hay algo en esa frase que me toca. Y para rematar dejo picando otra, esta de vez de Walsh, con quien me reencontré a partir de un libro que me tocó reseñar y que lo tiene en el centro de la trama: "pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez." Y buena semana.

martes, 24 de agosto de 2010

La moneda de cinco centavos

El pasaje que me lleva todos los días al trabajo sale un peso con veinte. Ni uno con venticinco ni uno con diez. Uno con veinte. A veces pienso que puede que sea menos, quizás uno con diez. Sobre todo cuando apenas llego a ese uno con veinte en monedas. Pero no me atrevo a preguntar. Alguna vez tuve una conversación violenta con un chofer, por un tema así, de centavos y desde ese día prefiero ir a lo seguro: si no tengo uno con veinte hago todo lo posible por conseguirlos. Es, de alguna manera, el precio que yo le he puesto a ese recorrido, y hay algo de eso -ahora que me detengo a pensarlo- que me gusta. (Seguramente habrá quien diga: esa es la ilusión de la libertad democrática; sí, bueno puede que sí, o puede que mi pequeña mente al estilo Madame Bovary elija pensarse sino libre, al menos presa de pequeñas ilusiones como esta, valga el cliché)
De manera que quizás sea eso y punto. Una decisión que tomé: cuánto me sale ir a trabajar. Pero sigamos: para llegar a esa suma, si no tengo cambio hago lo que todos: gasto y gasto billetes de dos para dar con el cambio exacto, tiro las monedas en el fondo del bolsillo de la cartera o el pantalón y, cuando llega el cole, me subo. En general ahí vuelvo a buscar las monedas. Vaya a saber porqué no las aprieto en la mano cual tesoro desde el vamos -después de todo, conseguirlas es tan complicado. Busco, entonces, las monedas en el bolsillo de la billetera, apurada, siempre a último momento -sé que las tengo, claro, ya me hice del cambio- pero las monedas de cinco y diez centavos son como miguitas de pan entre las más grandes y se pierden indefectiblemente: las de veinticinco y cincuenta les ganan en peso y tamaño y son las que en general meto en la maquinola del 92. (Las de uno peso pertenecen a otra categoría definitivamente. Significan casi el total del pasaje y no vienen a cuenta.) Cada vez que voy a decir el precio del pasaje pienso que sería mejor decir un peso con veinticinco, como para no tener esas moneditas de cinco dando vueltas por mi cartera, mis bolsillos, la mesa donde a veces vacío el contenido de la cartera, las manos de los chicos, etc. Es decir: si la cifra es redonda (en el sentido casi literal de las monedas grandes y pareciera más redondas que las otras, las pequeñitas, los granitos de arena) nada sobra. Nada molesta. Si dijera uno veinticinco no tendría esta familia de monedas desperdigadas por la casa. Aunque quizas sea justamente por eso que estoy tan aferrada a mi "uno con veinte". Porque quiero que me sobren esas monedas como si fuesen fragmentos recuperados de algo mayor (de hecho lo son), como si fuesen un pequeño lujo (tan pequeñas, tan proclives a perderse), un talismán, la posibilidad de algo, algo que no es simplemente la "suma de las partes" porque contadas son las veces que logro reunir tantas moneditas de cinco como para comprar un nuevo pasaje. Ellas son otra cosa y hacia allá vagan, con un rumbo preciso que sólo ellas conocen.
Hoy al mediodía, como casi todos los días, fui a buscar a mi hijo al jardín. Íbamos caminando, así medio cansado él, medio apurada yo pero cantando, o corriendo carreritas -así de ídilico como parece ser es, perdone el descreido- convenciéndolo de que la carne que lo esperaba en casa era de verdad "su comida favorita" cuando, en el medio de la calle vi algo que brillaba. Era una moneda de cinco centavos. "Trae suerte", le dije a Lucio y la guardé en el bolsillo de atrás de mi jean. Claramente, durante el día no la usé. ¿para qué puede servir una moneda de cinco centavos? Seguramente ahora, cuando me vaya a dormir y el pantalón cuelgue de su percha, la monedita ruede, con convicción y tranquilidad hacia su destino.

domingo, 25 de julio de 2010

Gogol, Buzz Lightyear y las vacaciones

No es literario este post; aunque un poco sí. Porque la obra de teatro a la que llevé hoy a L es sobre el cuento de Gogol, La nariz. Y también porque la vida es literaria. Pero, además de recomendar fervientemente que lleven a sus niños a ver La Nariz, hace varios días que pienso en esto de las "vacaciones de invierno" y era lo que quería escirbir hoy. No voy a lamentarme de las corridas -como todos los padres voy de acá para allá e intento arreglar cuestiones imposibles en el trabajo que me liberen unas horas para estar con L, sobre todo. De lo que se trata, con un optimismo insólito en mí, es en compartir esto de los vacaciones de invierno. No las vacaciones de invierno enlatadas. Sino las otras, las que hacen que L, por ejemplo, me diga: "Hoy son las vacaciones de invierno." Claro, qué le importa el plural. Qué le importa que sean 15 días. Son hoy, y eso es lo importante,

Aunque uno esté con mucho trabajo y muy poca plata es altamente recomendable la sensación de, cuando pasas a buscar a tu hijo a las corridas, con el mismo taxi que te fue a buscar al trabajo para no pagar una segunda "bajada de bandera", o cuando lo vestís rápido para ir a tomar el 92 y llevarlo un rato a "la oficina", estar de vacaciones. Y de vacaciones de invierno. Que, para mí, de chica, era sinónimo de una ciudad distinta, llena de teatros, cines, mirar tele hasta tarde, ir a la plaza, en fin; recuperar esa vivencia de la ciudad. Quizás tiene que ver con que hace días que fantaseo con la idea de ser turista en Buenos Aires. Pienso que tendría que haber nacido millonaria para que mi diaria sea ir de café en café, leyendo un libro, tomando notas. Ni siquiera pensando en los proyectos de escritura pendiente, sino en ser turista. Y, con L, puedo serlo por un rato. M todavía es chiquito y para él el mundo por descubrir es el de los juguetes del hermano. Escribo esto y escucho cual música de fondo: "Yo soy tu amigo fiel", la canción de Toy Story. La 1, la que L mirá y mirá sin parar y nos persigue como una sombra día tras días de las vacaciones.

Y bueno, buscando qué hacer llegué a La Nariz, en el Teatro El Cubo. Preciosa. La nariz paseándose cual princesa rusa en carroza por una Buenos Aires nevada. La nariz charlando con un guapísimo elefante en el Zoológico de Las Heras y República de la India. Digo: el trabajo de adaptación del cuento es muy, muy bueno. Juegan a favor las imágenes que se proyectan en la pantalla gigante: esto de la ciudad porteña nevada. Juegan a mi favor si se quiere: la nieve me lleva a lugares precisos del recuerdo. Así que dos recomendaciones: metánse de lleno en el universo "vacaciones" y vayan a ver La Nariz. Y una más: comprendan a Buzz Lightyear cuando en Toy Story 1 mira la pantalla de la tele, ve la publicidad que promociona el juguete que es él y se desmoraliza. Él no es un agente espacial (uy! no recuerdo ahora exactamente el nombre que se da a sí mismo) sino un juguete no volador. Hoy, creo entendí la película. Es el descubrimiento de Buzz de quién realmente es. Mi hijo la entendió de entrada y por eso pide desde que la vió un Buzz que pueda volar. Por eso mira la tele y me dice: "Decile mamá que sí puede volar". A lo que yo respondo: "No, L, no puede, ese es el problema". Y L me responde: "yo voy a hacer un Buzz que vuele". Hoy le encontró una posibilidad: un motor unido a un engranaje. Y va a volar, dice.

martes, 13 de julio de 2010

Oración en esta noche fría

Voy teniendo ganas de escribir poemas nuevamente. De a poco empiezo a imaginar la manera de hacerlo. Me propongo objetivos como este: todas las noches voy a leer un poema que me despierte a la idea de que sí hay una manera de escribir el primer verso. De que luego aparece la cadencia y de que sí se puede lograr algo decente.
Y lo haré aunque esté cansada, aunque todo, durante el día conspire para que ese momento no exista; prometo, juro que voy a leer un poema al menos todas las noches, comenzando por esta en la que iré al estante a buscar un libro cualquiera -estoy cansada de verdad- pero iré de todos modos y elegiré cualquiera, al azar. Y así, me reconociliaré con la vida diaria, el trabajo, la apatía, el desdén, el aburrimiento, el ahogo, etc., etc., etc. Luego, con el impulso que me dará ese momento de paz y energía del poema en la noche cerraré uno a uno mis pendientes más materiales: la cuenta del Banco que ya no uso y sólo me genera gastos, pagaré la cuenta del teléfono o al menos abriré el sobre para ver de cuánto es la factura y cuándo vence, pediré turno en el dentista, vacunaré a Mateo -esto quizás antes de todo el resto- y pondré en la cocina una especie de pizarrón donde iré anotando semana a semana el menú familiar. Y mi vida se pondrá en movimiento y dejará de una vez y para siempre de estar sometida a la inercia de la no-escritura. Amén.

viernes, 18 de junio de 2010

Dejen al niño en paz

Hace tiempo que busco colegio para Lucio.
Sus tiempos de jardín se terminan -parece increíble que con sólo 3 años y medio haya algo que se termine para él- y me dicen que, si no lo inscribo en alguna institución ahora, en preescolar será demasiado tarde. Leyes del mercado en las que se vive.
Entonces vamos, S y yo de aquí para allá tratando de que algo nos convenza. Como soy un tanto bocona, termino contándole a todo el mundo mis inquietudes y claro, después hay que bancarse a todo el mundo opinando.Algo que me tiene un poco cansada: el discurso de conocidos y amigos que dicen: "yo mandaría a mi hijo a la escuela pública pero...." Y pagan cuotas carísimas y no consideran de verdad la educación pública, pero se ve, les gusta decirlo. Pero tratemos de pensar por lo positivo y no por lanegación.
En cada reunión los directivos de cada colegio intentan convencernos de que su "proyecto" es el mejor. Y cómo. La última, y la más simpática, fue la de ayer. Un colegio súper progre de sistema italiano, carísimo -no sé ni cómo lo hubiéramos pagado. Las instalaciones eran dignas de Disneylandia. Pero una Disneylandia intelectual: la sala de 4 tenía en las paredes dos cartulinas -entre muchas otras cosas- con citas de La poética del espacio, de Bachelard. Era increíble, uno diría: ¿es necesario?, ¿qué aporta, por dios? En lugar de un horario donde dijera: lunes, plástica/ martes, música, etc., el pizarrón lo ejemplioficaba con fotos de los niños "en acto". Cada banco, cada mesa, cada espacio libre estaba ocupado por producciones de los niños/as (vamos: usemos un poco el genérico,no pasa nado si decimos niños, emtiendo que consideran por igual a las niñas), era como una gran obra plástica, "aquí documentamos todo lo que dicen los niños y niñas y luego las maestras diseñan actividades específicas para lo que cada uno quiere, porque convengamos que no todos los niños/as tienen ganas de hacer lo mismo", "los niños/as son escuchados en su especificidad, porque los maestros aquí -y esta es nuestra gran diferencia- vienen a aprender de los niños/as", en fin, el niño/a era observado, mirado, estimulado; "aquí los niños/as construyeron un tobogán para bajar de la sala al patio", "este es el laboratorio de los de jardín; éste el atelier".
Y yo pensaba: pero, ¿no se trata sólo de un niño? ¿no está bueno, quizás, dejar un poco en paz, al niño? que se aburra si lo que la maestra dice no le interesa, pero que no corran a idearle otra actividad,porque quizás esa fila de hormigas que mira caminar por las grietas del cemento en el recreo, es para él simplemente una fila de hormigas, no un proyecto de investigación. Que no estén atentos a todo lo que dice o hace, porque nunca todo -ni siquiera en la infancia- es digno de ser documentado. Porque la infancia -y de esto sí estoy convencida- esta plagada de momentos de intimidad, de secretos. A medida que juego con mis hijos, que los miro crecer me doy cuenta de esto, ellos quieren estar solos, tienen un mundo privado, privadísimo, que es sólo de ellos y está bien que sea así. En fin. No sé a qué colegio mandaré a mis hijos. Hay quien me aseguró que la educación es siempre un fracaso, que, en definitiva no importa si uno elige el "mejor" colegio o el "más o menos". La verdad, me sacó un peso de encima.



martes, 25 de mayo de 2010

Algunas reflexiones sobre los festejos de mayo

Recuerdo hace muchos años cuando Sarlo decía que internet era una revolución impensable. En ese momento ella tenía un look muy diferente al de ahora, con un mechón decolorado que le cruzaba la frente. La escuchábamos con devoción los sábados por la mañana mis amigas Gime, Lu y yo.
Hoy por hoy hay una revolución en marcha, sólo que se apoya en la vulnerable pantalla de televisión. Por ponerle un nombre casero, me arriesgo con este: mediatización de la política. Es más: la farandulización de la política y su vaciamiento de contenido. Y lo de ayer, esa disputa entre el 7 y TN por la fachada -es decir por lo que cada uno quería mostrar del festejo- fue muestra cabal. Podemos pensar que ambas decisiones, claro, son intervenciones dentro del campo de la política. Aunque me parece, que ya la política no es un campo per se, sino que no es más que lo vemos por la tele.
TN/13 mostró un Colón farandulero de la mano de sus estrellas/banderas: Mirta, Susana: lo peor. Como decía hoy Victor Hugo, detrás desfilaban directores del mundo gente que de verdad sabía lo que significaba la reapertura del Colón. El 7 mostraba su festejo, sobre todo folklore. La construcción que cada uno armó del público me pareció igual de pobre. Porque, convengamos, uno podría pensar: en la Argentina se está produciendo una revolución que finalmente apunta a la redistribución de la riqueza no sólo material sino simbólica. Y entonces, claro, la intelectualidad de Perfil, de un Tennenbaum, de varios blogs, y sites de opinadores, se empieza a ver vulnerada en su vena burguesa más profunda: "¿repartir de verdad? Y mejor no....." podría ser el pensamiento de quien se acomoda mejor en su silla. Entonces se cuestionan medidas como la irrefutable ley de medios. Una podría pensar eso, y decir, pucha, algo está pasando y estos tipos no quieren dar nada a cambio. Pero, la verdad es que eso tampoco pareciera ser lo que ocurre. Porque el socialismo más radical coincide en que las medidas K no son revolucionarias. ¿Qué es lo que pasa, entonces? Simplemente una puesta en escena de un discurso ¿político? sin nada detrás, donde la Presidenta llora cual Evita, Rodríguez Larreta discute lo indiscutible con gráficos y estadísticas, y se decide polarizar cualquier cuestión: o el Colón o la 9 de julio popular. ¿Acaso no está tan en boca de todos el proyecto de las orquestas juveniles, que data de muchos años -muchísimos más que los que lleva la desastrosa gestión Macri? ¿No es algo fundamental acercar la música clásica a la gente?; pero no desde una Valeria Mazza vestida por Valentino, vamos, eso es una pavada. Me inclino a pensar que se buscó otra gente para conducir el evento de ayer y nadie quiso ir, sino ¿quién explica a Denise Dumas? ¿Y las inscripciones en cada canal debajo de las imágenes? Digo: ni la oposición es lo que muestra TN/13/Clarín ni el oficialismo es lo que muestra el 7. Pero que desde la dirigencia se piense que la media de la gente sí puede comprar esa simplificación de discurso es realmente patético.
En fin. El tema, pienso, es el vaciamiento del lugar de la política, o mejor dicho, esta forma de hacer política como un lugar vacío. Lo que hay, lo que se plantea, es la edición -tan utilizada por los programas de tele- el corte y pegue, el disfraz; porque está muy bien el "Fútbol para todos" pero convengamos que como estrategia es por lo menos pobre o piensa un auditorio más bien limitado. Lo que hay del otro lado, bueno, ya sabemos: la tinelización.
Celebro que cada uno tenga que aclarar posiciones y ese es un logro de la política de medios del gobierno. Pero, preferiría no pensar a los periodistas como "formadores de opiniones". Son personas -más o menos honestas o más o menos deshonestas, más o menos interesantes o repudiables- que someten la realidad a un aparato de ficción. Una manera de ver el mundo, un juego de intereses, un empleador y hasta diría un estado de ánimo.
Hace mucho tiempo también, Nicolás Rosa terminaba una cursada de Crítica Literaria 3 y, mirando a los estudiantes que éramos muchos nos decía: "Siempre me llevo algo de mis alumnos en cada cursada, pero de ustedes me voy sin haber aprendido nada; no me llevo nada". Me pareció cruel, despiadado. Corría al pasillo, lo seguí y le pregunté, por qué había dicho eso. Rosa me miró, extendió su brazo en alto cual prócer y dijo: "Carolina, lea Stendhal, lea Flaubert, lea Balzac". Y se fue con ese comentario en la boca. Leí algo de Sthendhal y algo -un poco más de Flaubert. Me queda todo Balzac. Creo que lo mejor es dedicarse a eso: a profundizar.

miércoles, 21 de abril de 2010

Gracias!




Desde chica tiendo a la nostalgia. No estaba todavía terminando el cumpleaños cuando ya me ponía mal por todo el esfuerzo que habían implicado los preparativos y lo breve del festejo. Me acuerdo de mi mamá guardando las copas "buenas" en el armario y yo pensando: ya está, terminó. Nada de esto me pasó ayer. Todo fue celebrar. Un festejo que me pertenece a medias: es del libro. Lo escribí hace cuatro años, casi tres esperé a que la editorial lo sacara y ahora, después de lo de ayer, ya no es mío. Eso es lo bueno. Quizás empiece de a poco a abandonar esa nostalgia que, como el libro, probablemente me pertenezca solo a medias también. (Es evidente que estoy cayendo en la confesión de la blogosfera... pero ¿no dicen acaso que todo pasa por otros lados, ahora? Facebook, twitter. El blog está demodé, por eso toda esta confesión probablemente se pierda en esta pantalla para siempre)

Así que salud, por este libro y por los que vendrán.

miércoles, 31 de marzo de 2010

Bliss

La foto o el fotomontaje se llama "Aproximación a los sueños" y es de Jacques Bedel. Lo descubrí hace unos días a Bedel gracias a una nota que estoy escribiendo. Viene a cuento de lo que sigue. Antes de estudiar Letras,yo, pintaba. Iba con mi valijita al segundo piso del estudio de Cristina Santander, y pintaba. Después entré a Bellas Artes y es algo en lo que siempre hago hincapié cuando me piden una biografía: estudió Bellas Artes en la Escuela Prilidiano Pueyrredón. Guardo de esos dos años los mejores recuerdos. Quizás porque fue el único tiempo de mi vida post secundaria en el que no trabajé. Y, si bien mi vida no fue sacrificada sí sufrí la debacle del comercio de papá, un comerciante judío con negocios en una galería en el Once hasta el menemismo. Demasiada confesión para un miércoles de ceniza a las 10 de la noche, pero los chicos duermen, el día ha sido por demás largo y me dieron ganas.

Lo que iba a contar era lo siguiente. Salgo del trabajo 5 en punto porque tengo que estar a las 5 y media en el Museo Nacional de Bellas Artes. Entro con mi miopía a cuestas y sin anteojos. Y lo recuerdo justo en ese momento: cuando veo la gente salpicada aquí y allá entre los cuadros, cuando me doy cuenta de que se me dificulta encontrar las flechas que indican para qué lado debo ir y después, cuando estoy dentro de la tienda del museo (negocio, negocio propiamente dicho era lo que tenía mi papá) y me cuesta encontrar la caja, en parte por la extraña arquitectura de la tienda y en parte por cierto mareo fruto, no sólo de la miopía en cuestión, sino de otra cosa. Es que apenas entro al Museo se me viene encima toda esa felicidad que sentía cuando estudiaba Bellas Artes. Cuando visitaba los museos. Cuando me detenía frente a algo tan material como una pintura -la literatura nunca será tan material ni tendrá tan fuerte la huella del tabajo manual. ¿Cuál es el original en literatura? Nosotros no tenemos esa categoría. La pintura sí la tiene. Entonces me detengo frente a un cuadro, quiero ver la pincelada -es que estoy frente a un original- y me acerco como lo hacía a los 18 años, cuando no trabajaba, me acerco porque no veo bien y me doy cuenta de que hay gente por todos lados, guardias incluso, pero no puedo evitarlo. Sé que sueña cursi. Que el conocimiento es fruto del esfuerzo y no de momentos como este. Pero no puedo evitarlo. Presiento que me observan. Sé que parezco un poco perdida o atolondrada y entonces, cuando hago ese gesto simple de mirar de cerca la pincelada, escucho una voz desde los parlantes de algún oscuro rincón del Museo: "no se acerque a la obra, no se acerque a la obra" y luego la versión de la frase en inglés.
Nada está tan cerca como parece, parecía decir Katherine Mansfield en su cuento "Bliss". Ni siquiera, podríamos agregar sin dramatismos, el propio pasado.

lunes, 1 de febrero de 2010

La patita radioactiva o la ilusión del realismo

Mi madre odia el pollo. Lo dice así, con vehemencia: "odio el pollo", con la misma convicción con la que declara que "las harinas son malas para la circulación". Yo lo evito, salvo cuando no sé qué darle a mi hijo de 3 años. Y ahí sí sucumbo y con todo: le doy no sólo pollo sino patitas de pollo.
Al principio miraba a Lucio con desconfianza cuando sumergía la patita en el ketchup y, combinada con un tomate cherry, se la llevaba a la boca. ¿Qué era exactamente lo que le estaba dando? O antes, al meter la mano en la bolsa congelada y dejar, esta vez yo, que cayeran dos, tres patitas sobre la mesada de la cocina. Ese golpe seco, como de piedra, que hacen todos los alimentos freezados que nos lleva a preguntarnos cómo es posible que algo pase de un estado al otro sin perder nada en el camino. Pero después... doraditas y crujientes -en esa manera que tienen de ser miniaturizadas versiones de otra cosa- son bastante tentadoras. Así que, como era de esperar, al cabo de un tiempo yo también empecé a comerlas. Y son ricas. Tienen gusto a pollo y lo que es mejor, forma de patitas. Por eso su nombre, claro. Y así convivimos las patitas, el pollo, mi hijo y yo. En la ilusión del contenido y la forma; pensando que las patitas eran parte de un mundo natural, envasado, sí, pero verdadero.
Hasta que nos traicionó la forma. Porque incluso, lo abstracto traiciona (convengamos que ningun pollo tiene patas exactamente iguales a las que vende el paquete). La pregunta por el contenido no tarda en llegar, pero el principio de la desilusión fue la forma: descubrir que en el paquete, a veces, uno puede encontrar otra cosa. Una patita pegada a la otra, por ejemplo; bueno, no habría que preocuparse, cada tanto aparecen siameses, se operan y salen adelante. Medio impresionante, cuando uno entromete el cuchillo entre las dos patitas y ve que sí, que estaban unidas, porque el pan rallado no la cubre ahora por entero. Pero, se puede convivir con eso. Luego está la patita redondita. La que, definitivamente, no tiene forma de patita. Y uno se pregunta de qué. Pero, quizás uno puede decir: tiene el muslo, le falta la parte extrema de la pata, cerrar los ojos y hacer como si la pata estuviera completa.
Pero después está lo que una amiga mía llama: la patita radioactiva. La que no se parece a nada y mucho menos responde a su nombre. No hay nada en el mundo natural con esa forma. Y ahí sí: la certeza. Esto no es pollo, no responde a lo que su nombre evoca -el pollo y sus patas-; esto responde a otra lógica, arbitraria, como la que une al significado y al significante, forma y contenido no están motivados. Es la desilusión del realismo. Y a la vez la admiración: hay alguien en algún lado, empeñado en replicar el mundo. A su manera, con sus instrumentos verbales. Alguien que de vez en cuando deja ver el artificio que construye. Como Roth, Porque retomé The Human Stain (La mancha humana) Mi amiga Mori (una verdadera fan) dice que la lee y al lee en busca del procedimiento. Porque ahí está el mundo pero de pronto uno se da cuenta de que lo que empezó con un narrador en tercera ahora -¡cómo lo hizó!- es un narrador en primera, y no sólo eso, sino que, sin abandonar su mirada de conjunto, se ha metido en la piel de tal o cual personaje. Como los grandes pero a diferencia de esas novelas que son "puro procedimiento" -pienso apenas, un poco, en Puig- ésta te sumerje en la ilusión del realismo. Un poco como Conrad. Falta poco para terminarla y ahí sí, prometo escribir sólo sobre ella.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

La mejor manera de pasar el tiempo 1

Pienso mucho en la frase que le da título a este post. Empecé -o había empezado antes de nacer Mateo- a escribr algunos poemas alrededor de la letanía: ¿cuál es la mejor manera de pasar el tiempo? Mi realidad hasta hace muy poco era un tiempo detenido, el de amamantar a un bebé. Sigue siéndolo sólo que, en la medida en que incorporo actividades a nuestra rutina, todo se acelera. No sé si es una categoría del tiempo pero sí conlleva una forma de percepción. La experiencia más signficativa en relación a esto la tuve en el vestuario de un club. Aquel día entré al vestuario cuando estaba desierto. Me acomodé de espaldas a un espejo y de frente a otro. Me senté sobre una especie de banco que debe servir para guardar todo eso que las "profes" usan con los chicos en las actividades acuáticas. Puse la mente en blanco o me focalicé en los ojos de Mateo y después más allá, en un punto cualquiera de esos que flotan alrededor de una cuando no hay nada urgente en qué pensar. Pero casi instantáneamente el vestuario del club se llenó. Empezaron a llegar mujeres, en todos los tamaños y de todos los tipos. Con los cuerpos más variados. E inmediatamete se desvistieron y volvieron a vestir pero en lugar de usar la ropa de calle con la que llegaban algunas eligieron bikinis, otras mallas enteras, las más niñas una bombacha con globitos. Todas hacían los mismos movimientos. Madres peinaban a sus hijas. Les ponían gorras de baño que hacían imprescindible aplastar, alisar. Guardaban, luego, la ropa. Yo seguía con mi régimen del tiempo. Pero alrededor todo era movimiento. Luego, así como llegaron se fueron, previo dejar los bolsos en el guardarropa. Yo miraba porque el punto fijo que tenía frente a mí, el vacío, era de pronto un lleno. Y no era nada de la índole de lo femenino o de lo mujer lo que tenía frente a mí, sino de la actividad más pura.
Mateo ya tiene -casi-tres meses. Cuando no salgo con él, siento la necesidad de aclarar que tengo un bebé de casi tres meses. Quizás porque quiero llevar conmigo esa forma el tiempo. A mi interlocutor -salvo que se trate de otra mujer o un hombre con hijos- pocas veces le interesa. El lunes, sin ir más lejos, salí de la clase de gimnasia. Me sentí en la obligación de decir: tengo un bebé chiquito. Quizás sea que lentamente estoy entrando en el ritmo ordinario -iba a escribir natural pero lo único natural, hoy es el ritmo de Mateo- del paso del tiempo. Peor aún: en el ritmo de las fiestas. Casi como si se tratara del fin de un episodio de aquellos de Batman, arrojo la pregunta: ¿podrán Carolina y Mateo permanecer inmunes? ¿lograrán sobreponerse al ritmo vertiginoso del mundo?

Temporada: el libro posa en diferentes lugares de mi casa




viernes, 20 de noviembre de 2009

La niñez sobre el escenario

Ayer fue el acto de fin de año de mi hijo de tres años. Tres años apenas cumplidos. Lo que yo llamo “acto de fin de año” en el jardín lo llamaron “concert” y se llevó a cabo en un teatro. A mi hijo como a casi todos le gusta bailar. No tanto disfrazarse pero sí, bailar. De todas maneras con S sabíamos o intuíamos que algo iba a pasar en el concert/ acto de fin de año. Y pasó. Lucio fue un sapo pepe feliz pero no estuvo tan contento en el número final cuando todos los chicos disfrazados y junto a sus maestras cantaban una canción. Parecía perdido entre tanto disfraz, entre tanta puesta en escena, estaba cansado, se quería ir.
Aclaro que yo estaba emocionada desde antes de que los chicos del primer número salieran a escena. Es decir: suelo emocionarme fácil con este tipo de situaciones. No es que las paso siempre por el tamiz de la crítica. Así que cuando vi a los chicos disfrazados sobre el escenario, no pude dejar de llorar. Pero, me doy cuenta hoy, un día después, no era tanta la emoción sino la empatía con esos chicos tan, tan chicos que se paraban sobre el escenario para que nosotros los fotografiáramos, los filmáramos, lo miráramos. La niña disfrazada de bailarina me resultaba tierna pero al mismo tiempo me daba un poco de pena. ¿qué nos mostraba? ¿para quién se había subido al escenario? ¿y el chiquito que bailó toda la canción tapándose los ojos con las manos? Había algo de la niñez puesta en escena ahí, para nosotros los grandes que no era gracioso, ni simpático; más bien mostraba cierto estado de las cosas. Poner a los niños sobre le escenario para que nosotros viéramos ¿qué? Bueno sí, me gustó ver a mi hijo disfrazado y bailando; pero quizás me hubiese gustado verlo en medio de una fiesta, una kermese, no sé un espacio que no estuviera dividido por un escenario. Los niños en el teatro parecían estar actuando-bailando para nosotros: sus padres. De hecho lo hacían. Y yo no quisiera que mi hijo de tres años hiciera nada por mí. El concert era para los padres. Pienso en el niño que se quedó llorando sobre el escenario, como si lo que él tenía para mostrarles a sus padres fuera eso: su llanto, su descontento. Porque no se bajaba. Pero tampoco dejaba de llorar. Sentí, también, que era testigo del mundo privado de estos niños. De su manera de decir esto me gusta o esto no me gusta. De su timidez, de cierta desnudez de sus emociones. ¿Por qué habría yo de ser espectadora de su mundo?
Mi madre, que estaba ahí –y con quien tuve un previsible enfrentamiento al final- dice que analizo demasiado. Mi padre, que debería mandarle una carta a la directora del jardín felicitándola por todo el evento. Ambas reacciones me llevan a pensar que mi reflexión, quizás, esta vez, vaya por el camino correcto.

lunes, 9 de noviembre de 2009

I miss House

Pasé los últimos tiempos del embarazo mirando Dr. House. Dan la serie todos los días de 12 a 1 de la mañana y yo, plenamente desvelada, no me lo perdía nunca. Ahora, con el niño entre mis brazos a veces me encuentro con la silueta ladeada de House a las 5 AM-horario en el que también lo repiten- pero son las menos. Así que lo extraño. Quizás como síntesis de otras cosas que extraño: escribir, leer, dormir. Pero sería injusto no decir que el pequeño Mateo me tiene tan embobada que, en el fondo, celebro no querer hacer nada más que cuidarlo.
La maternidad suele tener mala prensa, aburre, genera comentarios luego de este estilo: "escribe sobre sus hijos desde que es madre", o "por suerte no escribe sobre sus hijos desde que es madre". Aunque recuerdo un libro de Laura Wittner sobre sus paseos en la plaza con un niño, que son preciosos. También de Silvio Mattoni, aunque el es hombre y la paternidad suele pensarse menos melosa. Así que regresemos al hermoso House. Pensé varias cosas sobre la serie durante los meses en los que vi tantos capítulos atrasados. Por ejemplo: que parte de su encanto radica en la explicación "orgánica" que siempre está ahí, escondida en algún recoveco del cuerpo del paciente y que House encuentra -casi- siempre al final del episodio. Eso es tranquilizador. Es decir, que exista una respuesta siempre tranquiliza. Sobre todo para los que descreemos de la medicina. Sin embargo para el mismo House la vía para llegar al cuerpo es el comportamiento del paciente: lo que esconde, cómo se relaciona con el otro, etc. Se escribió tanto sobre el tema que mi comentario probablemente repita algo dicho en algún lado, pero tenía que escribir algo sobre el tema aunque más no sea por refrescar un poco este blog casi caído en desuso.
Una buena para compartir con quien sea que visite este blog -hace tiempo que algo pasó con el contador de visitas y no tengo idea si alguien entra o no, para colmo parece que la onda ahora es Twitter y que el blog es algo así como un canal oficial de pocos adeptos entre los siempre jóvenes poetas-: mi libro, Temporada de invierno, está en imprenta. Algo muy, muy esperado por mí.

viernes, 22 de mayo de 2009

Rachas de e mails sin respuesta

Creo en las rachas. Se te rompe un electrodoméstico –digamos la tostadora- y rápidamente se comienzan a descomponer todos los demás. Puede empezar con una chispa, un pequeño cortocircuito, no importa. Lo cierto es que uno debería sentarse pacientemente en un sofá con un whisky entre las manos y hacer de voyeur. Sin embargo, nos empecinamos en interferir entre los objetos y su súbito enojo, rezando en voz baja para que la computadora no decida plegarse a la conspiración.

Están las rachas del agua –su falta o su sobreabundancia-, las rachas del trabajo –te ofrecen tres cosas al mismo tiempo o no te ofrecen nada durante meses-, las rachas del fuego –en el término de una semana, hace unos años se me prendieron fuego dos sartenes ¿?-, de los medios de transporte – ningún colectivo se detiene cuando le hacés señas, parecés invisible para los taxis- etc, etc. Pero hay otra, que es la que hoy cual gripe porcina me ataca mucho más silenciosa y dificil de erradicar. Es la de los e mails que no se responden, que parecen no llegarle nunca a su destinatario y cuyas preguntas se pierden en un extraño y negro vacío. También está la variante: el e mail sí se responde, pero no las preguntas -o la pregunta- que estaba contenida en él. S me dice que esa es, justamente, la razón de ser del correo electrónico, permitirnos "mirar para otro lado" por decirlo de una forma elegante, cuando no se quiere responder tal o cual cosa. Algo diferente, dice, es el teléfono. "Si querés saber, llamá", me dice conmovido por mi congoja. "Hay que insistir", agrega, "los mails no sirven cuando uno busca una respuesta". Miro el teléfono. Sé que la mejor manera de hacerse lugar en un mundo tan atiborrado de gente es empujar un poco, al menos un poco. Y casi estoy por marcar el número en cuestión, por sacarme la duda, cuando pienso: si no me responde es porque no quiere responder. Es decir: porque elije no hacerlo, entonces eso, en sí mismo, ya es una respuesta. Y no llamo. Vuelvo, sin embargo a la compu. Presiono "refresh" una y otra vez. El mail esperado -siempre o casi siempre en relación al trabajo o algo así de vital importancia- no llega. Entonces me siento a esperar que termine la racha. Me concentro en lo que ya tengo pautado, hago ojos ciegos, oídos sordos. O pongo plazos que luego se van alargando y alargando -"si no responden el lunes, llamo" proposición que no tarda en dar lugar a "mejor le doy un par de días más". Como si no supiera que la esencia del correo electrónico es la respuesta inmediata. Mail que no se responde en el corto plazo caduca. Muere sin respuesta. Cae por su propio peso.

Por suerte empieza el fin de semana. Tenemos cumpleaños varios, un guiso de lentejas el lunes. Todo como para desconectarse de la mala racha de e mails y no-respuestas. Todo como para darle un poco "más de tiempo" a quien será el encargado o la encargada de romperla. Porque hace falta que uno solo de los dos o tres que tendrían que haber respondido hace tiempo den señales de vida -señales justas y acordes- para que el curso de la comunicación vuelva a la normalidad. O que uno, súbitamente fortalecido, haga uno a uno los llamados del caso. Que así sea.

viernes, 17 de abril de 2009

Lecturas y desvaríos del colectivo 92

Estoy leyendo La caja, de Gabriel Reches. Hace semanas que leo bastante por trabajo y eso me obliga a sumergirme durante tres o cuatro días en una novela, terminarla, digerirla, en fin someterla a una máquina devoradora, opuesta a cierta manera de leer algo aletargada que me acompaña estos últimos años. No sé cuál es mejor. Quizás la segunda, pero es una lectura por momentos imposible, demasiado elástica en la cual el libro se pierde en medio de las mil y un ocupaciones diarias. Así leí Rojo y Negro y todavía recuerdo el clima, no sólo de la novela sino también del cuarto en el que lo leí a lo largo de seis meses. Pero también deglutí Crimen y Castigo en cinco noches, embarazada de siete meses sintiendo que se me terminaba el tiempo. Y también lo recuerdo bien. En esta ocasión junto al de Reches leí Tragamonedas de Lysyj y Las anfibias de Flavia Costa. Antes había leído dos de Muriel Spark –altamente recomendables-, Frío en Alaska de Capelli, La sombra del animal de Vanesa Guerra, en fin, Revolutionary Road el último que S me trajo de la librería Cultura de Brasil descansa en la mesa de luz al lado de uno de poesía de Watanabe que iré leyendo despacio, como me gusta, con el correr de los días.

De cualquier manera, lo que quiero contar es otra cosa. Salgo de casa a la una hoy para ir rumbo al trabajo. Desde que Macri decició hacer doble mano Pueyrredón el 92 tarda una eternidad en llegar, pareciera que viene de una dimensión desconocida, allá lejos donde los ojos clavados en el punto por donde debería aparecer el vehículo, no llegan a ver. Media hora entonces de la mente semi en blanco. No soy como aquellos que saben utilizar el tiempo al máximo y hubiesen hecho de esos 30 minutos un espacio temporal provechoso. En mi la espera adquiere toda su dimensión de espera. No puedo hacer otra cosa más que esperar. En este caso: incómoda, intentando que el resto de la gente se diera cuenta de mi embarazo (ya estoy de 4 meses) y, cuando llegara el colectivo repleto, me dejaran sentar, pudiera, yo, abrir el libro de Reches y seguir, ya no en mí letargo, sino en el letargo del Ruso, el personaje principal de la novela.
Llega el colectivo, nos subimos. No me animo a pedir el asiento hasta que alguien se levanta y ahí sí me avalanzo y abro el libro. Todo se demora, gira sin rumbo, la elección de las palabras de Reches demuestra un diccionario personal envidiable, las imágenes, el tono, pero siempre alrededor del eje de lo que no se completa, lo que se dilata, lo que se pierde. En eso el 92 encuentra una calle cerrada. Otra. Otra más. Los choferes se comunican de ventanilla a ventanilla. Las mujeres se exasperan, preguntan. El chofer no sabe qué responder. Regresa. Va para atrás. Vuelve a tomar Las Heras casi a la altura de Pueyrredón. Estoy nuevamente en la esquina de mi casa. Yo sigo leyendo, el Ruso está perdido como a veces me pierdo yo. “Ahora después” suele decirme S. Que dejo todo para más tarde. Y el colectivo se pierde, pasa por la avenida a la altura de Coronel Diaz, nadie sabe si finalmente iremos a recuperar el rumbo. Pero no hay nada que hacer, sólo esperar a ver qué pasa, como en la novela, con la certeza de que nada va a pasar; eventualmente el 92 recuperará el camino pero es estimulante pensar que por una vez el desvarío va a ser en serio, que vamos a girar y girar por las calles de Palermo a merced del capricho de un enloquecido por la obra pública en áreas ricas, un bienhechor –“están haciendo las cosas bien”, dirá la mujer a mi derecha- preocupado por el bacheo de la calle Castex, la calle San Martín de Tours y el chofer desquiciado sin saber qué calle tomar y ya casi estamos en Pacífico y no hay nada que hacer nos vamos cada vez más lejos, nadie se baja y yo termino el libro justo cuando, por esas cosas del azar, el colectivo llega a Estado de Israel y me bajo en la puerta del kiosco en el que todos los días compro algo para tomar, algo para comer, antes de entrar al trabajo.