Luego de diez años de demorar un trámite, ayer, en lo que promete ser una seguidilla de acciones tendientes a completar eternos temas demorados, me dirigí, con el rumor de la clase de “ritmos latinos” todavía en el cuerpo, a la sucursal 013 del Citibank. Mi objetivo era simple: dar de baja una caja de ahorro, una cuenta corriente y una tarjeta Máster, resabios de la época en la que trabajaba en aquella empresa multinacional y estudiaba Letras.
Todo lo relacionado con esas cuentas me estresaba: la idea de cerrarlas, de ir a microcentro, de esperar eternamente a que me atendiera un ser humano en el teléfono, en fin, durante por lo menos cinco años me resultó más simple seguir pagando el gasto fijo que me generaban por mes, que someterme a la experiencia Citi. Sin embargo, como dicen en la tele “la realidad suele superar a la ficción” y aquí estaba yo dispuesta a comprobarlo.
Para empezar, en la calle Florida un hombre vendía un precioso burbujero a pilas –casi igual a uno de los Power Rangers que teníamos en casa y que Mateucho estrelló contra el piso- e inundaba el aire de pelotitas translúcidas, flotantes, perfectas. No lo compré, pero atravesé la calle Florida sorteano burbujas de colores, maravillada -¡¿cómo sabía el vendedor ambulante que en casa amábamos las burbujas?! Así, embobada, entré al banco, subí al entrepiso. Lo hice a través de una escalera ancha, palaciega en el sentido USA, y yo sola subiéndola. Me recibió detrás del mostrador un chico bellísimo. Porque esa es la palabra: era como un Adonis, de esos que contratan en los bares de strippers, con una camisa blanca al cuerpo, el pelo mojado con gel, bronceado. Son palabras que lo describen a la perfección: bronceado, gel, al cuerpo. Se lo veía nervioso: había mucha gente esperando ser atendida por un oficial de cuentas. Otro empleado se le acercó, también con el objetivo de hacerle una pregunta. Era perfecto. Con esa perfección ambigua de los gimnasios. Se hablaron con cierta aspereza, el segundo empleado, incluso, hizo un gesto desagradable al retirarse. Todos se movían con gracia, iban, venían. Lo cual no contradice mi oración anterior. Se movían con gracia, con premura, siempre con el nerviosismo propio de la eficiencia. Le comuniqué mi objetivo; dar de baja las cuentas. “Deberán estar en cero” me dijo. A lo que respondí que sí, ya lo sabía –cuántas veces había ensayado esta conversación en casa, había previsto los posibles “peros”, los obstáculos para concretar el cierre. Le pregunté si era necesario hacer el depósito por las máquinas o se podía hacer a través de un cajero. “Un cajero”, respondió apurado, como concentrado en otra cosa. “Un cajero, ¿humano?”, insistí, quería tener las premisas claras, ya se sabe que en los bancos siempre prefieren las máquinas para los depósitos chicos. “Sí, sí, claro”, respondió. En eso una mujer bellísima, con dos perfectas siliconas y una musculosa ceñida se acercó y tomó asiento al lado de él: se ve que venía a sacarlo de algún apuro, algo que lo tenía molesto. Sin embargo, apens se miraron, lo que acentuaba el misterio de toda la escena. Bajé a hacer el depósito. Para mi sorpresa casi no había gente en la fila para las cajas. Supuse que me reclamarían la Citicard –la tarjeta Banelco del Citi-, que me dirían que el depósito por cajeros humanos tenía un costo extra. Pero no, regresé con un talón firmado. Todo estaba en cero. Eludí la fila de gente que se había amontonado frente al Adonis. “Ya volví”, le dije. A lo que contestó, luego de ingresar mi dni en una computadora: “Te va a atender Yamila”.
Todo lo relacionado con esas cuentas me estresaba: la idea de cerrarlas, de ir a microcentro, de esperar eternamente a que me atendiera un ser humano en el teléfono, en fin, durante por lo menos cinco años me resultó más simple seguir pagando el gasto fijo que me generaban por mes, que someterme a la experiencia Citi. Sin embargo, como dicen en la tele “la realidad suele superar a la ficción” y aquí estaba yo dispuesta a comprobarlo.
Para empezar, en la calle Florida un hombre vendía un precioso burbujero a pilas –casi igual a uno de los Power Rangers que teníamos en casa y que Mateucho estrelló contra el piso- e inundaba el aire de pelotitas translúcidas, flotantes, perfectas. No lo compré, pero atravesé la calle Florida sorteano burbujas de colores, maravillada -¡¿cómo sabía el vendedor ambulante que en casa amábamos las burbujas?! Así, embobada, entré al banco, subí al entrepiso. Lo hice a través de una escalera ancha, palaciega en el sentido USA, y yo sola subiéndola. Me recibió detrás del mostrador un chico bellísimo. Porque esa es la palabra: era como un Adonis, de esos que contratan en los bares de strippers, con una camisa blanca al cuerpo, el pelo mojado con gel, bronceado. Son palabras que lo describen a la perfección: bronceado, gel, al cuerpo. Se lo veía nervioso: había mucha gente esperando ser atendida por un oficial de cuentas. Otro empleado se le acercó, también con el objetivo de hacerle una pregunta. Era perfecto. Con esa perfección ambigua de los gimnasios. Se hablaron con cierta aspereza, el segundo empleado, incluso, hizo un gesto desagradable al retirarse. Todos se movían con gracia, iban, venían. Lo cual no contradice mi oración anterior. Se movían con gracia, con premura, siempre con el nerviosismo propio de la eficiencia. Le comuniqué mi objetivo; dar de baja las cuentas. “Deberán estar en cero” me dijo. A lo que respondí que sí, ya lo sabía –cuántas veces había ensayado esta conversación en casa, había previsto los posibles “peros”, los obstáculos para concretar el cierre. Le pregunté si era necesario hacer el depósito por las máquinas o se podía hacer a través de un cajero. “Un cajero”, respondió apurado, como concentrado en otra cosa. “Un cajero, ¿humano?”, insistí, quería tener las premisas claras, ya se sabe que en los bancos siempre prefieren las máquinas para los depósitos chicos. “Sí, sí, claro”, respondió. En eso una mujer bellísima, con dos perfectas siliconas y una musculosa ceñida se acercó y tomó asiento al lado de él: se ve que venía a sacarlo de algún apuro, algo que lo tenía molesto. Sin embargo, apens se miraron, lo que acentuaba el misterio de toda la escena. Bajé a hacer el depósito. Para mi sorpresa casi no había gente en la fila para las cajas. Supuse que me reclamarían la Citicard –la tarjeta Banelco del Citi-, que me dirían que el depósito por cajeros humanos tenía un costo extra. Pero no, regresé con un talón firmado. Todo estaba en cero. Eludí la fila de gente que se había amontonado frente al Adonis. “Ya volví”, le dije. A lo que contestó, luego de ingresar mi dni en una computadora: “Te va a atender Yamila”.
Yamila. Yamila era también perfecta. Con esa perfección trabajada a fuerza de rutinas de gimnasio, tratamientos, cremas. Su escritorio estaba pegado al de otros trabajadores iguales a ella. Lindos, feos, no importa: sus cuerpos emanaban brillo, esplendor. Con una eficiencia descomunal, Yamila, ingresó varios datos en el sistema –mientras yo leía las palabras dibujadas en la pared: sueños/ realidades decía, y ambas palabras estaban unidas por un arco, un puente, la posibilidad que brindaba el banco- estuvo largos minutos tipeando números y letras hasta decirme: “la caja de ahorro no se puede dar de baja, tiene títulos.” ¿Títulos?, pregunté. ¿Acaso eso significaba que el trámite no se iba a poder completar, o, quizás sólo quizás, significaba que me había quedado plata por cobrar del corralito? Lo primero era desmoralizador, lo segundo me llenaba de alegría. Yamila supo manejar al situación. Se puso de pie y anunció a una compañera de ella que, cuando se desocupara vendría a explicarme la situación. Visualicé una espera larga, un desgaste que me llenaría de impaciencia y me obligaría a posponer una vez más el trámite. Nuevamente, no fue así. La compañera de Yamila, una chica de belleza quizás más estándar pero de medidas perfectas, me dijo con una sonrisa: “la cuenta tiene títulos adheridos, así que no se puede dar de baja”. ¿Eso significa que tengo plata para cobrar?, quise saber. “No necesariamente,” respondió con una sonrisa luminosa, “puede que sean ficticios.” Ficción o realidad, no me importó. Al contrario, me pareció una respuesta poética, tan embriagada estaba en el aura de estos seres dorados y hermosos. Tampoco me importó irme sin saber cuándo se dilucidaría el misterio: “La fecha de liberación de los títulos es incierta”, me decía la chica como a través de un sueño. Y así me fui. Con el 70% del objetivo cumplido: cerradas la cuenta corriente y anulada la tarjeta. La caja de ahorra, “que no te genera ningún gasto”, quedó con sus títulos adheridos cual gatos de uñas afiladas.
Salí, convencida de que después de las 15, solos, los empleados del banco se reunirían posiblemente a celebrar algún ritual new age; a respirar quizás, que se usa tanto, y después probablemente participaran, a puertas cerradas, de alguna rutina de ejercicios con un claro matiz sexual.
Ya afuera –“para salir mantenga el botón rojo apretado”, rezaba un cartel en la puerta- llamé a mi hermano para tomar un café. Trabaja cerca; es abogado. Nos sentamos en la mesa del bar y, después del relato, me pidió que le mostrara el comprobante de cierre de las cuentas. Le extendí una fotocopia un poco borrosa, como esos faxes que con el correr del tiempo van perdiendo su tinta. “Pero esto es copia, ¿y el original?”, me preguntó con impaciencia. De nada sirvió que le explicara que se trataba de gente maravillosa, delgada, con el cuerpo perfeccionado por los implantes, de piel dorada y brillante.
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