Está claro: tengo que cambiar de bar. Tampoco es que este sea un bar -"bar" me remite mucho más a la calle Corrientes-, es un cafecito que tiene un segundo salón donde en general la gente va a trabajar. En general. Hoy, fue el turno de "la mujer con más odio del mundo". Yo estaba con mi hijo más pequeño, en su cochecito. Apenas salimos se quedó dormido. S está enfermo y le venía bien que al menos lo librara de uno de los niños. Y yo quería avanzar en mi novela. Me pedí un agua mineral lo cual ganó inmediatamente la bronca de la mesera. Sólo que su bronca no era nada comparada con el odio de la mujer que estaba sentada casi enfrente de mí. Estaba con su madre, una señora en silla de ruedas. Muy vieja. Apenas encendí la compu escuché: "No me hablés de esa gente, no son simpáticos, porque cuando te llaman son todo amor, todo dulzura y después no ponen ni un peso por vos, así que ni me los nombres." La señora no decía nada. Tomaba de su té con esa mirada que tiene la gente cuando trata de no escuchar, de no registrar al otro. No sé qué más le decía la hija. Tenía tanto para recriminarle, tanto para echarle en cara. Cualquier cosa que su madre le dijera bastaba para que le lanzara otro dardo envenenado. Al final la hizo pagar a la pobre madre. Temblando -lo juro- firmó el cupón de la tarjeta. Yo pensaba: ¿para qué? ¿para qué la sacó del geriátrico y la trajo a comer? ¿no era mucho mejor dejarla a la pobre mujer mirando tele, dejarla con su rutina, dejarla, incluso, dormir la siesta, dejarla, digo, morir, eventualmente, morir como se debe? Puede que la mujer haya sido una pésima madre. De las peores. Un desastre. Pongamos una madre abandónica, pongamos que era violenta, que le pegaba. Digo: no hubiese sido mejor, quizás, dejar de hablarle. En última instancia pagarle el geriátrico, donde fuese que estuviese viviendo, pero dejarla ir. Hacerlo sin culpa. Seguir con lo propio. Hacer terapia, yoga, lo que sea, pero dejarla ir. Porque el odio que tenía la hija encima, la manera en la que miraba a un lado y al otro, le hacía mal a ella misma. La vieja ya estaba en otro lugar. Vaya a saber una dónde. Con sus recuerdos, con el lado de la vida que ella elegía ver. Y algo más, algo que me dejó pensando mucho: la bronca de esta mujer parecía venir de un lugar concreto. Ella veía lo que su madre se negaba a ver. Ella sabía que la gente "simpática" era una manga de sinvergüenzas y ella quería hacérselo ver a la madre. Ella era la portadora de la verdad. Ella sabía.
Entiendo que no es la mejor reflexión para el día de hoy. O tal vez sí. Para pensar un poco en esta relación tan profunda, tan fundamental, tan pasional. Madres e hijas. Y les pido de corazón a mis propios hijos: si algún día me van a invitar a comer para tirarme encima todo el odio del mundo, piénseno dos veces, es probable que con un pedazo de papel y una birome me dejen mucho más contenta.
La foto es de Juana Hidalgo, actriz, una abuela postiza que ama a sus nietos postizos, algo así como el tercer ojo -la tercera abuela- de la abuelitud. Está con Manuel, el pequeñín que me acompaña en estas excursiones al café de la esquina.