Hablar del “silencio” o de la “palabra” puede ser equivalente a caer en un abismo de absolutos que terminen no diciendo nada. Sin embargo en ningún momento, la obra de Pippo Delbono, Il silenzio, cae en este sinsentido.
La obra nace de la reflexión en torno a la catástrofe: en 1968 un terremoto arrasó con la ciudad siciliana de Gibellina que quedó completamente en ruinas. Comienza con un ruido atronador que dura una eternidad aunque probablemente se trate de un minuto o dos. A partir de aquí Delbono se interna en todos los recovecos en los que se encuentra el silencio. Detrás de la súplica de amor (Dimi che mi ami! dimi che mi ami!), detrás de la violencia del sexo, detrás del clero, de la milicia, de las forma que adquiere la organización civil, de nuestras maneras de sentarnos a la mesa, de mirar al otro. Como si el silencio fuese el hilo que une nuestra materia. Una mujer sentada en una silla llora. Bobó –ése actor fetiche de Delbono- la rodea, la anima, coloca junto a ella un pequeño elefante de juguete y finalmente la peina, le arregla la hebilla que le sujetaba el pelo y le da un beso, primero en la mejilla, luego en la frente. Todo en silencio. Ese silencio recompone algo en el personaje y algo en el espectador.La obra se instala en el silencio de la comunidad devastada por la catástrofe. Pero también en el silencio que late en el interior de cada uno. Lo que pensamos, lo que sentimos, lo que después compone los gestos cotidianos que nos acercan hasta donde es posible acercarnos. Delbono en escena tiene el entusiasmo y la tristeza de un niño y le imprime al texto –que lee en castellano o que recita en italiano- algo en relación a lo primitivo, a una experiencia primera –no mediada- que le permite gritar, saltar, hacer piruetas. Las canciones que se escuchan a lo largo de la hora y media que dura el espectáculo son hermosas. El poema de Ungaretti también.
La obra nace de la reflexión en torno a la catástrofe: en 1968 un terremoto arrasó con la ciudad siciliana de Gibellina que quedó completamente en ruinas. Comienza con un ruido atronador que dura una eternidad aunque probablemente se trate de un minuto o dos. A partir de aquí Delbono se interna en todos los recovecos en los que se encuentra el silencio. Detrás de la súplica de amor (Dimi che mi ami! dimi che mi ami!), detrás de la violencia del sexo, detrás del clero, de la milicia, de las forma que adquiere la organización civil, de nuestras maneras de sentarnos a la mesa, de mirar al otro. Como si el silencio fuese el hilo que une nuestra materia. Una mujer sentada en una silla llora. Bobó –ése actor fetiche de Delbono- la rodea, la anima, coloca junto a ella un pequeño elefante de juguete y finalmente la peina, le arregla la hebilla que le sujetaba el pelo y le da un beso, primero en la mejilla, luego en la frente. Todo en silencio. Ese silencio recompone algo en el personaje y algo en el espectador.La obra se instala en el silencio de la comunidad devastada por la catástrofe. Pero también en el silencio que late en el interior de cada uno. Lo que pensamos, lo que sentimos, lo que después compone los gestos cotidianos que nos acercan hasta donde es posible acercarnos. Delbono en escena tiene el entusiasmo y la tristeza de un niño y le imprime al texto –que lee en castellano o que recita en italiano- algo en relación a lo primitivo, a una experiencia primera –no mediada- que le permite gritar, saltar, hacer piruetas. Las canciones que se escuchan a lo largo de la hora y media que dura el espectáculo son hermosas. El poema de Ungaretti también.
1 comentario:
Te andamos extrañando...
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