domingo, 21 de septiembre de 2008

Colonia - work in progress III

Ya en el free shop del barco no podía escapar al lisérgico efecto de la novela. Era como si alguien más estuviera contándome lo que yo misma hacía, como tener un traductor en simultáneo. Iba como una zombi, ensimismada en mis propios pensamientos, adormecida entre perfumes y envases de cremas antiarrugas. Agarraba una caja, miraba el precio, hacía la conversión de dólares a pesos argentinos, me detenía en nuevos tratamientos, pensaba cuántas unidades de tal o cual producto tenía que llevar para que se viera la diferencia en la piel o en el pelo, probaba fragancias. Pero estaba ida, ausente. Sabía que alrededor mío había otros, otras tan ávidas como yo de novedades; me llegaban comentarios como al pasar, escuchaba el final de un diálogo, el comienzo de otro, la gente se deslizaba alrededor mío como sobre una cinta transportadora, y yo, la única obligada a sortear obstáculos, a correrme de en medio. Y entre toda esta marea de gente, un pañuelo. Verde, con algo de amarillo pero sobre todo anaranjado. Una bandera, un estandarte, una prenda o un accesorio, como quiera verse, destinado, sin lugar a dudas a mí.
No es algo que me suceda siempre. Recuerdo, por ejemplo, una pequeña carterita bordó con manija de madera. O un pantalón de pana. Si viajo en el tiempo puedo evocar un cinturón que tenía mi madre lleno de piedritas de colores y un vestido rojo sin breteles con flores negras. Bastaba con tener su permiso, con abrir el último cajón de su cómoda de madera. Ahora es un poco más complejo obtener lo que se quiere. Y no es algo que me pase seguido, pero cuando sucede es como si encegueciera. No puedo pensar en otra cosa que no sea ese objeto o esa prenda. Algo así me pasaba con el pañuelo. Hacía él iba, en línea recta, cuando escuché que alguien me llamaba. No sé si fue mi nombre o algo en relación a mi trabajo, la cuestión es que se trataba de mí y en el lapso de dos segundos pasé de estar completamente sola –conmigo misma y con el libro, por supuesto- a estar rodeada por un grupo de alegres niños. Algunos sonreían con chocolates en la mano, otros dando los primeros lengüetazos a varios chupetines de colores. Miren chicos, ¿se acuerdan? Es...., dijo ella. Era la directora de un coro de escuela a la que había entrevistado hacía unos meses para una nota que nunca salió. Y no es que el mote de periodista me incomodara, era la situación en su conjunto; yo estaba pensando en otras cosas como ser el pañuelo o el libro que aferraba contra el pecho. Dije algo así como: No te reconocí así de sport... qué tal, cómo la están pasando. Era cierto, ya la había visto antes. Y creo haberme preguntado si era ella o no, pero, concentrada como estaba en la novela, no le di demasiada importancia. Es que la veía demasiado delgada, parecía mentira que fuera la misma persona de hacía unos meses. Le iba a decir algo en relación a esto pero me detuve, su delgadez era un tanto extrema, quizás algo que la incomodaba o que estaba reviendo con algún terapeuta... sin embargo, contrariamente a lo que se podría pensar, no le faltaba fuerza ni vitalidad. Irradiaba energía. Agarraba a un chico, a otro, les hablaba con firmeza, los retaba o los alentaba a que gastaran el dinero que sus padres en conformidad con ella habían separado para el free shop. Esto era un poco extraño... no parecían los mismos chicos que había escuchado entonando el Himno a la Alegría. Vamos al Festival anual de coros de Colonia, me explicó un poco sorprendida de que no tuviera presente el evento. Y dijo algo más, siempre en relación al barco y a Colonia. Yo quedé muda, creo que la saludé o palmeé en la espalda a alguno de los chicos, no quería parecer descortés pero tampoco perder de vista al pañuelo. Quién sabe si tendrían guardado otro igual como para reponer en el perchero si otra persona se lo llevaba antes que yo.





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