Estaba en Cúspide mirando libros. De pronto encontré uno cuyo autor ni siquiera recuerdo. Tampoco el título. Solo me acuerdo de que el libro parecía interesante, la tapa era más que seductora, creo que de Anagrama, pero poco importa, podría haber sido Tusquets, Sudamericana, lo mismo daba. Y de golpe fue como un deja vú. Me daban ganas de comprarlo aunque no supiera nada del autor, ni de sus temáticas. Aunque nadie, nadie me lo hubiera recomendado. Se me vino encima una sensación que no vivía desde hacía no sé, veinte años cuando iba a las librerías y compraba lo que me parecía que estaba bien, un poco por el título, otro poco por las primeras líneas y a veces por el final. Así descubrí a Carver. Pero el tema justamente estaba en que el nombre de autor no me influía, simplemente leía lo que se me daba la gana con la ingenuidad de quien descubre y se deja descubrir.
El martes en Cúspide enseguida pensé: en casa tengo To the Lighthouse, de V. Woolf -tengo ganas de leer todo Woolf, cosa que no he hecho- y dejé el libro desconocido en el estante. Una lástima quizás. Prometía trama, personajes y sobre todo el recuerdo de otra manera de leer. Porque hubo un tiempo en el que una biblioteca era algo más que recomendaciones, lecturas críticas, escritores conocidos y amigos, amados u odiados por cuestiones, a veces muy por debajo o por encima de la literatura.
2 comentarios:
Caro
Dos cosas. Lee mi comentario a la entrada de Pérec. Y, la otra, tenemos que escribir algo sobre la nouvelle de Juan Villoro, tan melancólica, tan impresionantemente conmovedora y asfixiante. ¿Habrá espacio para discutir también la novela de Mariana? ¿y a Bruzzone? Dame tu licencia, amiga.
Lu, dale, escribite algo sobre Docampo, Villoro y Bruzzne y lo subimos. Por supuesto amiga. Ah si te fijas yo algo escribí de Villoro.
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