Vuelvo a ir y venir en el 92. Esta vez con más de 30 grados de sensación térmica. La gente toda transpirada. Elegir un extremo del colectivo equivale a hacer mil elucubraciones sobre en qué fatídico momento te va a dar de lleno el sol. Y la sospecha de que cuando eso pase el colectivo va a estar atiborrado de gente y no vas a poder escapar jamás. Con estas temperaturas yo de verdad me pregunto a quién le gusta el verano. Sobre todo a quién, en su sano juicio, le gusta visitar una cuidad como la nuestra en verano. Si todo se derrite. Pero acá están: turistas. Muchos, miles. Hoy: 3 en el 92.
Un europeo (sólo eso me animo a decir) conversa con un porteño al que literalmente le han bajado todos los dientes. Tiene un aparato en la boca el pobre, una mano vendada. Y dice que ahora está mejor. Que su ex novia, una jujeña, lo ayuda. Que come con una pajita. Todo esto se lo cuenta al extraño de rizos albinos al que ya ha visto quién sabe dónde. El europeo responde con monosílabos. Dice que sí, que las mujeres argentinas son muy lindas. “Hay variedad”, agrega el otro y me pregunto a qué se refiere (¡¿cuánta variedad puede haber?!). Me corro del sol. Por suerte todavía hay espacio. A mi derecha, una pareja de alemanes de más o menos cincuenta años parece comerse con los ojos. Pienso: con este calor, qué ganas. El tipo no le saca la mirada de encima. Ella no se queda atrás responde, así, siempre con los ojos encendidos. Después –o mientras tantos- recibe un mensaje que lee en voz alta con algo de esfuerzo: suerte con tus zapatos de tango. Se lo lee al tipo que no entiende nada. Se lo repite en alemán. Estos sí que están bien, pienso. No transpiran ni una gota. Yo tenía una compañera así en el colegio. Una chica de apellido inglés. La odiábamos por eso. “¿Literatura?”, escucho que le pregunta el porteño al rubio de rulos. Y se ponen a hablar de Cortázar. Leo Pringles en el cartel de la calle. Ahí me bajo y saludo al quiosquero paraguayo que no recuerda haberme visto con panza y se sorprende cuando le pregunto si me extrañó durante todos estos meses.
Un europeo (sólo eso me animo a decir) conversa con un porteño al que literalmente le han bajado todos los dientes. Tiene un aparato en la boca el pobre, una mano vendada. Y dice que ahora está mejor. Que su ex novia, una jujeña, lo ayuda. Que come con una pajita. Todo esto se lo cuenta al extraño de rizos albinos al que ya ha visto quién sabe dónde. El europeo responde con monosílabos. Dice que sí, que las mujeres argentinas son muy lindas. “Hay variedad”, agrega el otro y me pregunto a qué se refiere (¡¿cuánta variedad puede haber?!). Me corro del sol. Por suerte todavía hay espacio. A mi derecha, una pareja de alemanes de más o menos cincuenta años parece comerse con los ojos. Pienso: con este calor, qué ganas. El tipo no le saca la mirada de encima. Ella no se queda atrás responde, así, siempre con los ojos encendidos. Después –o mientras tantos- recibe un mensaje que lee en voz alta con algo de esfuerzo: suerte con tus zapatos de tango. Se lo lee al tipo que no entiende nada. Se lo repite en alemán. Estos sí que están bien, pienso. No transpiran ni una gota. Yo tenía una compañera así en el colegio. Una chica de apellido inglés. La odiábamos por eso. “¿Literatura?”, escucho que le pregunta el porteño al rubio de rulos. Y se ponen a hablar de Cortázar. Leo Pringles en el cartel de la calle. Ahí me bajo y saludo al quiosquero paraguayo que no recuerda haberme visto con panza y se sorprende cuando le pregunto si me extrañó durante todos estos meses.