Aquí va lo que escribió Mori Ponsowy para la presentación de Temporada. Muchos no pudieron estar ese día. Tanto las palabras de Mori como las de Andi me llenaron de alegría y aquí las comparto. (Esperé tres años para tener el libro ente las manos... ahora los festejos como si se tratara del Bicentenario se van a extender
El invierno de mi amiga
Quiero empezar diciendo que en realidad estas palabras, esta presentación mía, me parecen innecesarias. Quizá tengan sentido de la misma manera en que un casamiento tiene sentido, como presentación en sociedad de un compromiso entre dos. Pero en realidad, en ese caso, el compromiso es lo que cuenta, y la firma en el registro, digamos, puede ser un buen motivo para celebrar con los amigos, tomar champaña y después bailar. Sin embargo, lo realmente valioso es la solidez del amor entre las dos personas que se casan y sus ganas de seguir juntos. De la misma manera, el libro de Caro, Temporada de invierno, está ahí y eso es lo que cuenta. Sus versos, sólidos, pensados y sentidos, trabajados con esmero. Sus poemas, conmovedores y hondos. Al lado de ellos, estas palabras no son más que una pequeña manera de abrir este encuentro, esta especie de ceremonia que viene a ser la presentación en sociedad del libro y, al mismo tiempo, una celebración entre amigos.
Voy al grano, entonces. Al libro que nos reúne. A sus temas y motivos recurrentes.
¿Irnos o quedarnos? ¿Partir sin estar del todo seguros, o seguir aguardando la llegada de un milagro? ¿Cuándo es bueno esperar a que pase el invierno, el frío del desamor, y cuándo es momento de apurar la llegada del verano? La incertidumbre ante el camino a seguir; la sospecha de que nos hemos equivocado de rumbo; la quietud de ese momento eterno que se estira hasta el hartazgo en el que ya no queremos seguir, pero tampoco nos decidimos a volver atrás. Ese, creo es uno de los temas de Temporada de invierno. Pero me parece que no es el tema mayor, sino una excusa para llegar a él.
¿Cómo hacer, qué decisión tomar, sobre todo si ni siquiera estamos seguros de nuestra propia naturaleza? Si fuéramos plantas, guijarros, lagartijas, seguramente sería más sencillo. Si me crecieran tallo, raíz, hojas/ dice Carolina, si me hundiera en el agua, sin respirar pero sin morir/ si me nacieran patitas corredoras/ orejas de burro, un ojo en medio de la frente…
Claro: para las piedras y los pájaros tal vez sea más fácil vivir. Quizá ellos no tengan que decidir, que apresurar el fin del invierno. Permanecen o levantan vuelo/ según su naturaleza.
Y nosotros, ¿acaso sabemos cuál es nuestra naturaleza? Bien podría pasar que ni siquiera tuviéramos una, dice Carolina en un poema. Que nuestro estilo sea no tener ningún estilo o, quizá, que lo nuestro sea esperar y nada más.
Se trata, en el fondo, de la pregunta que empezó con las primeras mujeres y los primeros hombres del planeta, en el momento en que dejamos de ser animales… ¿Quiénes somos? Bueno… ese tema, tal vez, creo, es el tema de este libro.
Frente al mandato del padre de seguir su propia naturaleza con el que empieza Temporada, Carolina se pierde en un invierno errático, se tiende al sol, juega entre el follaje, como si hubiera olvidado el mandato inicial, o como si quisiera ignorarlo y desviarse sin ningún patrón aparente… O, quizá, como si la única manera de seguir su propia naturaleza fuera esa: perdiéndose y deteniéndose para encontrarla alguna vez.
En Temporada de invierno hay dos velocidades: la del mundo externo que transcurre como las nubes que pasan, y la del mundo interior que es pura demora y ensayo. Y aunque el invierno está ahí afuera, en las montañas, en las olas y los médanos, la quietud invernal se refiere no tanto a lo que ocurre tras las ventanas, sino que refleja el paisaje interior de la poeta.
La naturaleza como gran metáfora empieza a operar desde el primer verso del libro, La montaña cabía en la palma/ de una mano, y termina recién en el último, un tronco blanco cuya corteza ha ido perdiendo capas/ y capas a lo largo del tiempo. Y es esa familia de metáforas ancladas en la naturaleza la que confiere a Temporada una coherencia especial: no se trata de poemas escritos al azar, sino de piezas pensadas dentro de un marco determinado, como un pintor que prepara cuadros para una exposición anclada en un motivo.
Si a esto sumamos, además, que los cuadros de Carolina van narrando una historia, entenderemos por qué los poemas del libro están atados unos a otros, hilvanados como guijarros que marcan un camino a través del bosque y nos llevan desde la oscuridad a la luz. Del invierno al verano. O, lo que es lo mismo –dentro del juego de metáforas que ella nos propone— de la atribulación y el peso del desamor, a la tibieza que nace del encuentro entre un hombre y una mujer que harán fuego con ramitas y se querrán sin sobresaltos, en el confín del parque/ tan a la mano. De las grandes preguntas, a las pequeñas escenas que terminan confiriendo sentido a nuestras vidas. Pero creo que para Carolina, el verano seguramente será tema de otro libro, porque en este apenas se anuncia al final. Es la parálisis del frío y del corazón congelado lo que ocupa estos poemas.
Como una procesión antigua
como si alguien dijera afuera está helando
una manada de bisontes ha hecho cueva
en nuestro silencio cotidiano.
Husmean
como chicos encerrados en departamentos
una huella, algo que no aburra.
Cae sobre la alfombra, exhausto, un bisonte.
¿Es su destino morir así
en lugar de dejarse llevar una noche
a través de la estepa cubierta de nieve?
En reposo pareces un animal enfermo
no herido, ni ultrajado por un cazador
sino enfermo.
¿Mueren así los animales?
¿Engañados como nosotros en la quietud del paisaje?
Otra característica del invierno es la repetición. No hay colores distintos como en primavera o verano, no hay cantos de pájaros, construcción de nidos que van creciendo, cuidado de polluelos, hojas que empiezan apenas como brotes diminutos y van tomando forma y creciendo hasta hacer explosión en las copas de los árboles. El invierno es un vacío incómodo, repetición hasta el hartazgo que no encuentra la salida. Mejor sería caer de una vez por todas, que caer eternamente.
Una rama cae precisa
en el espacio que le reserva el aire.
Cae o se deja caer en un único movimiento.
Una ola, quiebra el silencio como una ola.
El eco de mi repetición, cansa.
Quisiera caer una sola vez y con una sola palabra
pero todo se prolonga más allá de lo ordinario.
En medio de este paisaje desolador, la poeta sabe que la vida está en otra parte. En el futuro que espera por ella. Un futuro que, en cierto modo, está anunciado en la constancia de las estaciones, o quizá sólo en la esperanza de quien escribe. Pero lo que no se sabe de ese tiempo venidero es cuándo vendrá. Mientras tanto, pasamos el domingo/ como dos trasatlánticos abriéndose paso/ en la densidad de un banco de arena.
Quiero terminar con algo más personal. Mientras leía el libro me pasaron dos cosas. Una fue conmoverme mucho sin poder explicar racionalmente muy bien por qué. Tal vez se trate de la precisión de las metáforas apuntando directamente hacia aquello que es tan difícil decir… aquello para lo que tal vez no basten las palabras porque, más que de lo tangible, se trata en realidad de bisontes. O trasatlánticos. Pero me pasó, además, otra cosa y es que me asombré de tener una amiga tan sabia. Es extraño, uno tiene una amiga y se encuentra con ella en un café. La amiga está con una panza grande y un hijito que hace poco aprendió a caminar y que da vueltas en torno a la mesa, interrumpiendo la conversación a cada rato. Uno habla con la amiga de asuntos cotidianos, domésticos. Y, después, de pronto, un día la amiga nos regala un libro y, más tarde, ya en casa, en sus versos encontramos una hondura desconocida. Una serenidad sabia imposible en un almuerzo o un café.
Lo que quiero decir, en el fondo, es que estoy orgullosa de mi amiga… no sólo por la belleza de sus poemas, sino por todo lo que ella aprendió durante su travesía invernal. Estoy orgullosa, también, de su talento como poeta… de su sorprendente capacidad para encontrar las palabras justas, para decir mucho de lo que, de otra manera, sería indecible.
Mori Ponsowy