Mi madre es experta en peluquerías.
Yo no. Mi madre se conoce todos los locales de pelo de Buenos Aires, aunque a
decir verdad quizás esté perdiendo un poco ese mapa. El otro día dice que entró
a una en una galería y casi se muere. Que había sahumerios, que una mujer entró
con su perro. Le habían dicho que ahí el baño de keratina era genial y barato. No entiendo por qué me dejo llevar por este
tipo de recomendaciones, me dijo después. Si yo de esto conozco. Y tiene razón. De hecho uno de mis primeros
recuerdos de desamparo es en una peluquería. Estaba con mi mamá, esperando que
le hicieran el bendito brushing cuando, de golpe, me perdí. Creí verla, sentada
en uno de los sillones frente al espejo. Me acerqué con mis chiches. Le hablé. Cuando se dio
vuelta no era mi mamá. Recuerdo el pánico como si fuese hoy.
Yo, en cambio estoy lejos de ser una experta. Tal
vez a modo de reacción. Puede ser, por qué no. Pero no se confundan: no es que
odie las peluquerías. No tengo paciencia. Quiero que termine ya el trámite.
Prefiero mirarme al espejo y ser yo la que corte, alise, peine. Me divierte. Si
lo hace otro tengo que esperar, no puedo intervenir. Así que, hoy por hoy, mi
peluquería es la de al lado de casa. Tere, me hace el color y Pablo, su marido,
peina. Son paraguayos y sumamente expeditivos.
Ahora lo de hoy: hace tiempo que
quería cortarme el pelo. Años, tal vez. Pero los rulos largos, la sensación de
que el pelo largo siempre es más sexy, en fin. No me lo cortaba. No te lo cortes, me decía S. Y le hice
caso. Hasta hoy. Me habían recomendado mucho una peluquería en Palermo
Hollywood o Soho, por ahí. Busqué en internet. Era muy cool. Tal vez demasiado.
Pero yo quería un cambio. Mejor hacérmelo con alguien cool, ¿o no? Hubiese
preferido un día de sol radiante. Podría haber elegido ropa más canchera. Me hubiese puesto mis súper plataformas. Pero
el frío apremiaba esta mañana, así que me puse las calzas, las botas de lluvia,
un tapadito. Estaba bien, ojo. Mi bufanda blanca y preciada. Pero bien para mi
barrio. No para Palermo. Cuestión que apenas abrí la puerta de la peluquería
entendí. Nadie iba a ser demasiado amable. De eso se trata Palermo Viejo. Nadie
te atiende muy bien. Deberías ser vos el agradecido de que te abran la puerta. Nadie
te hace sentir en casa. Sos visitante, siempre. La recepcionista me miró de
arriba abajo. ¿Tenías turno? Sí tenía
turno. Otra empleada leía una revista tirada en un sillón rojo rabioso. Levantó
la vista para mirarme. Dije el nombre del peluquero que me habían recomendado. Manu. Estaba parado atrás de la
recepcionista. Agarró mi abrigo, mi bufanda. Le expliqué lo que quería.
Alrededor mío todas las mujeres tenían pelo largo. ¿Estaría haciendo lo
correcto yo? ¿O me estaba inyectando un montón de años encima al cortarme el
pelo? Miré al peluquero. No se lo pregunté, claro. Él no estaba ahí para
responder preguntas de tipo existencial. Él cortaba pelos. Y lo hacía muy bien.
Artesanalmente, dividió mi cabeza en un montón de pequeños mechoncitos que fue
cortando uno a uno. Era exigente. No había que mover mucho la cabeza. Había que
seguir sus órdenes, no importa cuán cómoda o incómoda estuvieras en el sillón. El peluquero de al lado conversaba con su cliente. Un chico
que se hacía un corte a lo estrella de rock. Tal vez era el vocalista de algún
grupo alternativo del que yo jamás voy a oir hablar. Qué alivio sentí cuando
entró una señora grande. Yo no era la única que no era cool. Esta mujer podría
ser tranquilamente una de las clientas de Tere y Pablo. Tenía mil años, pero al
menos, no era una adolescente con toda la onda del mundo. Mi peluquero me
peinó. Con rulos, dijo. Después si querés te lo hacés lacio, pero la
idea del corte es que sea con rulos. Y entró la clienta de las once y
media. Por suerte la trataron con la misma indiferencia que a mí. Y eso que
ella ya lo conocía al peluquero y eso que, evidentemente era clienta. Manu, me
saludó con un beso. ¿Y la propina?, me pregunté. ¿Se da propina en Palermo? ¿Se
le mete la mano en el bolsillo como hacen las mujeres en las cientos de
peluquerías de los barrios que no son Palermo Hollywood? Jamás pude hacerlo y
el momento de la propina siempre fue de los más incómodos. Finalmente opté por
lo seguro. Le dejé un billete en la caja. Le
das esto a Manu por fa, dije. La recepcionista levantó la vista para
agarrarlo. Me miró. Me corté un montón, le
dije buscando algún comentario, algo que me reconfortara. Por toda respuesta me
dijo: sí. Sí. Nada más. Ella no
estaba ahí para ser mi compinche, claro. Por otro lado, el pelo de ella llegaba
hasta la cintura. Así que salí de la peluquería. Estaba feliz. Feliz por haber
cambiado. Y feliz por estar fuera de la peluquería. Manu es un genio, corta
como los dioses. Pero, mujeres con problemas de autoestima, abstenerse. Van a
salir hechas unas diosas. Pero eso: van a salir. Una vez fuera. Con los últimos
fríos del invierno, un cafecito humeante entre las manos, mirándose en todas
las vidrieras, satisfechas de haber sobrevivido a la onda sin fin de Palermo.
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