No sé exactamente cuándo la lluvia empezó a preocuparme. Cuándo fue que dejó de ser algo divertido, pintoresco, incluso algo deseado para transformarse en fuente de desvelos. De hecho son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Ya visité todos los sitios web de "pronóstico extendido" para ver cómo van a ser las próximas horas. Dando vueltas en la cama pienso en un sinfín de cuestiones prácticas que aburriría al lector más paciente. Me asomo a la ventana. Sí: llueve. Y tengo la poco original sensación de que no va a parar jamás. Pienso en todo lo que tengo que hacer, en los chicos, en el trabajo. Siento que vivo en una ciudad de la India alejada de todo, que jamás podré llegar a destino; no con la lluvia de por medio. Mi vida se ha transformado en la grilla de una empresa de logística. Dónde tiene que estar cada uno a determinada hora, quién busca, quién trae. Y la lluvia paraliza todo. Una de esas cosas que cambia con la llegada de los hijos, supongo. Y una que se dice: aprendé a relajarte, no te estreses, todo tiene solución: es lluvia nada más. Pero, claro, si el cuerpo -con sus tics, sus terminaciones nerviosas, sus contracciones musculares- pudiera hacerle caso a la mente los cajones de las farmacias que venden clonazepam no estarían vacíos. Ahí para un poquito. El bebé se mueve en la cuna. La noche se vuelve un poco más amable. Me doy cuenta de que estoy cansada. Ya no sé si lo que escucho es al lluvia que emana de la compu -es viejita y hace ruido- o la que proviene del otro lado de la ventana. Le pongo el chupete al bebé. Vuelvo a la cama.
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