Por Carolina Esses
Plazas blandas, restaurantes para bebés, DVDs interactivos, sonajeros lumínicos o musicales, móviles que repiten la voz grabada de la madre, sitios web, una rutina compartimentada en clases de natación, grupitos de actividades... El recién nacido que lentamente abre sus ojos al mundo no se encuentra sólo con la mirada amorosa de mamá, papá y abuelos sino con un mercado que lo espera con los brazos abiertos, ávido por mostrarle todo su abanico de productos y servicios.
Aunque–si los padres son de esos fanáticos que enarbolan la bandera de la estimulación temprana- quizás la experiencia del pequeño haya comenzado antes, en el sexto mes de embarazo, cuando el desarrollo de la capacidad auditiva permite que se le compre alguno de los kits prenatales. Se trata de un cinturón ajustable a la panza de la madre, en cuyos bolsillos se colocan dos parlantes para que el bebé reciba en todo lugar los acordes de Mozart o de otras músicas favorables para su desarrollo intelectual y creativo. Pero no sólo esto. El kit completo trae un micrófono para que mamá y papá puedan comunicarse con el pequeño en formación. Los nombres de los portales de internet que los comercializan hablan por sí solos: prenatalsmart.com, babyplus.com. Cuestan entre 180 y 700 dólares y prometen bebés con un plus de inteligencia.
Es que el auge de productos para bebés viene de la mano de una palabra: estimulación. “Porque un bebé estimulado, es un bebé feliz”, reza la literatura sobre el tema. Pero cuando el concepto comenzó a circular a principios del siglo XX tenía que ver con el contacto corporal de madre e hijo. Con la voz, con las caricias, con el amamantamiento. No con el consumo. Hoy la palabra “estimulación” aparece en el envase de cuanto objeto tenga la aspiración de venderse. Así, el pequeño se sumerge en las mil y una actividades que le propone lo que antes era una manta sobre la que se esparcían los chiches y ahora es una manta didáctica o un gimnasio -palabra extraña asociada a la rutina de un bebé de tres meses. Panza arriba, el pequeño en el gimnasio no se aburrirá jamás: luces, sonidos, objetos texturados por donde se mire. Según los especialistas en psicología infantil, detrás del consumo de estos productos lo que está en juego es el deseo de los padres de tener hijos extraordinarios. Pero la sobre exposición de los bebés a una variedad excesiva de estímulos tiene sus bemoles. Puede generar niños ansiosos, que pierden fácilmente el interés por juegos y actividades.
Es cierto que los padres –ese plural deseoso por darle a sus hijos lo mejor- siempre ha sido presa fácil del mercado. Sobre todo los primerizos: segmento privilegiado en el consumo de productos para la franja que va de 0 a 3 años. Lo que cambió notablemente es el perfil de estas parejas de clase media que ahora superan la barrera de los treinta o treinta y cinco, que tienen uno o dos hijos, que trabajan y cuyo poder adquisitivo es más alto que el de aquellos jovencísimos de veinte que apenas podían con los gastos de la hipoteca cuando daban a luz al primero de cuatro hijos.
Hay quienes sostienen que la infancia tal y como la conocemos ya no existe o está en vías de extinción. “El consumo generalizado -decían Ignacio Lewcowicz y Cristina Correa en su libro ¿Se acabó la infancia? publicado por Lumen- produce un tipo de subjetividad que hace difícil el establecimiento de la diferencia simbólica entre adultos y niños. La infancia como etapa de latencia forjó la imagen de niño como hombre o mujer del mañana. Pero como consumidor, el niño es sujeto en actualidad; no en función de un futuro.” Para la lógica del marketing poco importa si somos bebés, niños, adolescentes o adultos; somos consumidores o no somos nada. Quizás el padre primerizo se desaliente al ver que su retoño deja de lado los sofisticados sonajeros y se inclina por envases vacíos o simples cubos apilados ¡Ánimo! Con tiempo y paciencia el niño comprenderá la importancia de tener el chiche último modelo. Televisión, publicidad, vidrieras y compañeritos de jardín mediante. Y nosotros, claro.
Aunque–si los padres son de esos fanáticos que enarbolan la bandera de la estimulación temprana- quizás la experiencia del pequeño haya comenzado antes, en el sexto mes de embarazo, cuando el desarrollo de la capacidad auditiva permite que se le compre alguno de los kits prenatales. Se trata de un cinturón ajustable a la panza de la madre, en cuyos bolsillos se colocan dos parlantes para que el bebé reciba en todo lugar los acordes de Mozart o de otras músicas favorables para su desarrollo intelectual y creativo. Pero no sólo esto. El kit completo trae un micrófono para que mamá y papá puedan comunicarse con el pequeño en formación. Los nombres de los portales de internet que los comercializan hablan por sí solos: prenatalsmart.com, babyplus.com. Cuestan entre 180 y 700 dólares y prometen bebés con un plus de inteligencia.
Es que el auge de productos para bebés viene de la mano de una palabra: estimulación. “Porque un bebé estimulado, es un bebé feliz”, reza la literatura sobre el tema. Pero cuando el concepto comenzó a circular a principios del siglo XX tenía que ver con el contacto corporal de madre e hijo. Con la voz, con las caricias, con el amamantamiento. No con el consumo. Hoy la palabra “estimulación” aparece en el envase de cuanto objeto tenga la aspiración de venderse. Así, el pequeño se sumerge en las mil y una actividades que le propone lo que antes era una manta sobre la que se esparcían los chiches y ahora es una manta didáctica o un gimnasio -palabra extraña asociada a la rutina de un bebé de tres meses. Panza arriba, el pequeño en el gimnasio no se aburrirá jamás: luces, sonidos, objetos texturados por donde se mire. Según los especialistas en psicología infantil, detrás del consumo de estos productos lo que está en juego es el deseo de los padres de tener hijos extraordinarios. Pero la sobre exposición de los bebés a una variedad excesiva de estímulos tiene sus bemoles. Puede generar niños ansiosos, que pierden fácilmente el interés por juegos y actividades.
Es cierto que los padres –ese plural deseoso por darle a sus hijos lo mejor- siempre ha sido presa fácil del mercado. Sobre todo los primerizos: segmento privilegiado en el consumo de productos para la franja que va de 0 a 3 años. Lo que cambió notablemente es el perfil de estas parejas de clase media que ahora superan la barrera de los treinta o treinta y cinco, que tienen uno o dos hijos, que trabajan y cuyo poder adquisitivo es más alto que el de aquellos jovencísimos de veinte que apenas podían con los gastos de la hipoteca cuando daban a luz al primero de cuatro hijos.
Hay quienes sostienen que la infancia tal y como la conocemos ya no existe o está en vías de extinción. “El consumo generalizado -decían Ignacio Lewcowicz y Cristina Correa en su libro ¿Se acabó la infancia? publicado por Lumen- produce un tipo de subjetividad que hace difícil el establecimiento de la diferencia simbólica entre adultos y niños. La infancia como etapa de latencia forjó la imagen de niño como hombre o mujer del mañana. Pero como consumidor, el niño es sujeto en actualidad; no en función de un futuro.” Para la lógica del marketing poco importa si somos bebés, niños, adolescentes o adultos; somos consumidores o no somos nada. Quizás el padre primerizo se desaliente al ver que su retoño deja de lado los sofisticados sonajeros y se inclina por envases vacíos o simples cubos apilados ¡Ánimo! Con tiempo y paciencia el niño comprenderá la importancia de tener el chiche último modelo. Televisión, publicidad, vidrieras y compañeritos de jardín mediante. Y nosotros, claro.
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