La idea era vivir la experiencia. Después de todo se trataba de ver, oír, conversar, estar, como el resto de los pasajeros del barco, en Colonia. Sin embargo la novela fue mi ruina. Empecé a leerla antes de subirme al buque sentada en las pequeñas mesitas redondas con pie de acero, debajo de las lámparas de resina, en la sala de espera. Deseé ese mármol para la mesada de la cocina de mi casa como un artista puede desear cierta forma de la celebridad, o un empresario, el éxito. Esa debe de haber sido la última vez que tuve algún pensamiento propio. Una mesada de mármol blanco para la cocina, cueste lo que cueste. Es decir, mi pensamiento más banal, ese que únicamente hubiese verbalizado en una charla entre amigas muy íntimas, fue también mi pensamiento más auténtico, el más mío. El resto del viaje pasaría indefectiblemente por el tamiz de un verborrágico narrador. ¿Por qué me pasaba eso? No era justo que el único día completo que podía pasar en soledad –me reunía con mi marido al final del día en Colonia- tuviese que transcurrir en diálogo con una voz anónima, extraña.
1 comentario:
Me gustan mucho estos pequeños relatos tuyos.
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