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Lo que iba a contar era lo siguiente. Salgo del trabajo 5 en punto porque tengo que estar a las 5 y media en el Museo Nacional de Bellas Artes. Entro con mi miopía a cuestas y sin anteojos. Y lo recuerdo justo en ese momento: cuando veo la gente salpicada aquí y allá entre los cuadros, cuando me doy cuenta de que se me dificulta encontrar las flechas que indican para qué lado debo ir y después, cuando estoy dentro de la tienda del museo (negocio, negocio propiamente dicho era lo que tenía mi papá) y me cuesta encontrar la caja, en parte por la extraña arquitectura de la tienda y en parte por cierto mareo fruto, no sólo de la miopía en cuestión, sino de otra cosa. Es que apenas entro al Museo se me viene encima toda esa felicidad que sentía cuando estudiaba Bellas Artes. Cuando visitaba los museos. Cuando me detenía frente a algo tan material como una pintura -la literatura nunca será tan material ni tendrá tan fuerte la huella del tabajo manual. ¿Cuál es el original en literatura? Nosotros no tenemos esa categoría. La pintura sí la tiene. Entonces me detengo frente a un cuadro, quiero ver la pincelada -es que estoy frente a un original- y me acerco como lo hacía a los 18 años, cuando no trabajaba, me acerco porque no veo bien y me doy cuenta de que hay gente por todos lados, guardias incluso, pero no puedo evitarlo. Sé que sueña cursi. Que el conocimiento es fruto del esfuerzo y no de momentos como este. Pero no puedo evitarlo. Presiento que me observan. Sé que parezco un poco perdida o atolondrada y entonces, cuando hago ese gesto simple de mirar de cerca la pincelada, escucho una voz desde los parlantes de algún oscuro rincón del Museo: "no se acerque a la obra, no se acerque a la obra" y luego la versión de la frase en inglés.
Nada está tan cerca como parece, parecía decir Katherine Mansfield en su cuento "Bliss". Ni siquiera, podríamos agregar sin dramatismos, el propio pasado.