“Vi buenos libros en tu casa”, le dije hace un par de días
al Sr. A en un asado. Me
refería a The pale king de David Foster Wallace. “Ah, sí”, dijo como al
descuido y siguió tomando de su copa de Rutini. Me interesaba particularmente
porque desde hace meses que ese libro está ahí, en mi biblioteca y yo sin poder
abrirlo. El dueño de casa se unió a la charla –estábamos los tres en la cocina–
y dijo que el Sr. A seguramente fuese un buen lector. “En realidad no leo”,
dijo, “estoy en una fase muy creativa, escribo sin parar, si leo, leo hasta a
página 160. Más o menos si llegaste hasta ahí ya tenés una idea del mundo del
libro, ¿para qué vas a seguir?” Aclaro: se trata de una charla extraña dado el
contexto: un barrio cerrado, una casa con vistas a un lago y mi grupo de amigas
de la infancia. El nombre de David Foster Wallace no suele sonar en estos pagos.
Por eso mi entusiasmo. Además, me había escapado de la charla en la mesa donde
se empezaba a hablar de una cantidad de cuestiones vistas desde una ideología
que no comparto. Que la inseguridad, Massa, Moreno. Me escapé. Y en la cocina
estaba el Sr. A que suele ser bastante divertido. Pero no había leído a Foster
Wallace. No sólo eso. Decía, aseguraba estar escribiendo a cuatro manos, sin
parar como poseído. Iba todavía más allá. “Para qué aceptar un adelanto de
Mondadori”, decía, “¿cuánto te pueden dar? ¿veinte mil pesos? Yo apunto a otra
cosa.” ¿El exterior?, me preguntaba yo, ¿otro mundo donde hacer plata con la
literatura fuese posible? ¿un universo en el que un primer libro –el Sr. A no
tiene al momento nada publicado– podría negarse a la propuesta de alguna
editorial? Nombré a Natalia Moret, por ejemplo, alguien que, pienso, podría
estar haciendo plata con su literatura. El policial vende. El sexo vende. Y
además escribe bien. Es linda. Y el Sr. A la conoce –el Sr A suele hacer
esgrima de un montón de nombres-. Pero él quería ir, todavía más allá. “Sí,
Natalia está bien”, dijo, “pero yo hablo de otra cosa.” Entonces me surgió la
pregunta: “y, ¿qué estás escribiendo? ¿se puede ver?” le pregunté. “Es ilegible”,
dijo. “Bueno”, insistí –no hay que insistir suele decirme S, no hay que
insistir pero yo, parece, no aprendo– “¿podés más o menos mostrarlo? ¿son
cuadernos? ¿es una novela?” El Sr. A reía, de vuelta de todo, con su copa de
Rutini tambaleándose entre los dedos. Y dijo algo que no puedo reproducir del
todo pero que fue tan humillante como más o menos esto: para qué le serviría a
él –el Sr. A– conocer la opinión de “una amiga de mi señora”. Ah bueno. Me
quedé pensando en esta frase. ¿No se le ocurrió pensar de qué quizás yo podía
tener una opinión que podía llegar eventualmente a serle útil? ¿No pensó que
podía ser un par? En fin. Eso no importa tanto. En lo que me quedé pensando fue
en esa página 160. La página en la que el Sr. A cierra el libro. Y ayer,
mientras la novela de Kaufman avanzaba –es decir yo avanzaba– y de pronto algo
cambiaba en el personaje, justamente en la página 160, pensé: esto es lo que
hace que algunos seamos lectores de novela y otros no. En la página 160 una
está dentro de la novela, no puede ya salir. La página 160 está viva y una no
puede abandonarla. Ojo, he dejado inconclusos infinidad de libros. Pero porque
no me gustaron. No porque piense que después de una cantidad de páginas nada
puede sorprenderme. La experiencia de lectura de una novela siempre es
diferente a la del poema –y eso que soy lectora de poemas– y a la del cuento.
Hace un tiempo, en otra reunión, un poeta me decía que él ya no leía novelas. “Yo
ya no leo novelas”, me dijo cuando le pregunté –otra vez metiéndome en las
bibliotecas ajenas– por un libro gordísimo de María Teresa Andruetto que
descansaba en una pila en el living de su casa. Paradojas del oficio: ese mismo
poeta hoy está traduciendo una obra maestra de la literatura francesa para una
editorial local. ¿Cómo lo hará si no lee novelas?
La foto es de la versión italiana del libro de Kaufman. Me pareció una portada genial.
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