jueves, 8 de agosto de 2013

El Sr. A y la página 160



“Vi buenos libros en tu casa”, le dije hace un par de días al Sr. A en un asado. Me refería a The pale king de David Foster Wallace. “Ah, sí”, dijo como al descuido y siguió tomando de su copa de Rutini. Me interesaba particularmente porque desde hace meses que ese libro está ahí, en mi biblioteca y yo sin poder abrirlo. El dueño de casa se unió a la charla –estábamos los tres en la cocina– y dijo que el Sr. A seguramente fuese un buen lector. “En realidad no leo”, dijo, “estoy en una fase muy creativa, escribo sin parar, si leo, leo hasta a página 160. Más o menos si llegaste hasta ahí ya tenés una idea del mundo del libro, ¿para qué vas a seguir?” Aclaro: se trata de una charla extraña dado el contexto: un barrio cerrado, una casa con vistas a un lago y mi grupo de amigas de la infancia. El nombre de David Foster Wallace no suele sonar en estos pagos. Por eso mi entusiasmo. Además, me había escapado de la charla en la mesa donde se empezaba a hablar de una cantidad de cuestiones vistas desde una ideología que no comparto. Que la inseguridad, Massa, Moreno. Me escapé. Y en la cocina estaba el Sr. A que suele ser bastante divertido. Pero no había leído a Foster Wallace. No sólo eso. Decía, aseguraba estar escribiendo a cuatro manos, sin parar como poseído. Iba todavía más allá. “Para qué aceptar un adelanto de Mondadori”, decía, “¿cuánto te pueden dar? ¿veinte mil pesos? Yo apunto a otra cosa.” ¿El exterior?, me preguntaba yo, ¿otro mundo donde hacer plata con la literatura fuese posible? ¿un universo en el que un primer libro –el Sr. A no tiene al momento nada publicado– podría negarse a la propuesta de alguna editorial? Nombré a Natalia Moret, por ejemplo, alguien que, pienso, podría estar haciendo plata con su literatura. El policial vende. El sexo vende. Y además escribe bien. Es linda. Y el Sr. A la conoce –el Sr A suele hacer esgrima de un montón de nombres-. Pero él quería ir, todavía más allá. “Sí, Natalia está bien”, dijo, “pero yo hablo de otra cosa.” Entonces me surgió la pregunta: “y, ¿qué estás escribiendo? ¿se puede ver?” le pregunté. “Es ilegible”, dijo. “Bueno”, insistí –no hay que insistir suele decirme S, no hay que insistir pero yo, parece, no aprendo– “¿podés más o menos mostrarlo? ¿son cuadernos? ¿es una novela?” El Sr. A reía, de vuelta de todo, con su copa de Rutini tambaleándose entre los dedos. Y dijo algo que no puedo reproducir del todo pero que fue tan humillante como más o menos esto: para qué le serviría a él –el Sr. A– conocer la opinión de “una amiga de mi señora”. Ah bueno. Me quedé pensando en esta frase. ¿No se le ocurrió pensar de qué quizás yo podía tener una opinión que podía llegar eventualmente a serle útil? ¿No pensó que podía ser un par? En fin. Eso no importa tanto. En lo que me quedé pensando fue en esa página 160. La página en la que el Sr. A cierra el libro. Y ayer, mientras la novela de Kaufman avanzaba –es decir yo avanzaba– y de pronto algo cambiaba en el personaje, justamente en la página 160, pensé: esto es lo que hace que algunos seamos lectores de novela y otros no. En la página 160 una está dentro de la novela, no puede ya salir. La página 160 está viva y una no puede abandonarla. Ojo, he dejado inconclusos infinidad de libros. Pero porque no me gustaron. No porque piense que después de una cantidad de páginas nada puede sorprenderme. La experiencia de lectura de una novela siempre es diferente a la del poema –y eso que soy lectora de poemas– y a la del cuento. Hace un tiempo, en otra reunión, un poeta me decía que él ya no leía novelas. “Yo ya no leo novelas”, me dijo cuando le pregunté –otra vez metiéndome en las bibliotecas ajenas– por un libro gordísimo de María Teresa Andruetto que descansaba en una pila en el living de su casa. Paradojas del oficio: ese mismo poeta hoy está traduciendo una obra maestra de la literatura francesa para una editorial local. ¿Cómo lo hará si no lee novelas? 

La foto es de la versión italiana del libro de Kaufman. Me pareció una portada genial. 

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