¿Cómo es? ¿Te salteas un
casillero y suenan todas las alarmas, te persiguen, te van a buscar a tu casa
como si estuvieras infringiendo la parte más fundamental del juego? Es la
segunda vez que me pasa. La primera fue porque me había olvidado de darle las
vacunas a mi hijo Manuel -me había atrasado un mes!- Cuando la enfermera del Rivadavia me atendió me hizo
sentir la peor madre del mundo. Pero
usted no le está dando las vacunas su hijo, dijo dispuesta a degollarme con
su lapicera. Me había olvidado. OK. Un desastre. Me olvidé. ¿Se las puede dar
por favor? ¿O tengo que ponerme a explicarle las mil razones que pudieron
haberme llevado a pasar por alto el tema de las vacunas? ¿Le cuento, o lo
dejamos así y usted se las aplica y yo sigo con mi desordenada vida de madre
que trabaja y tiene no uno ni dos, sino tres, ¡tres!, hijos? ¿Le cuento que,
además, hago otras cosas, quiero hacer otras cosas que no concreto y que eso me ocupa gran parte de la mente? ¿Le cuento que de noche no duermo,
que apenas sé dónde estoy y que por momentos tengo la sensación de que la vida
está a punto de tragarme entera como una ballena? ¿Qué además soy la delegada
de primer grado? ¿Le
cuento que a veces tengo miedo de estar cayendo en el pozo más profundo, pero que
me armo de valor y salgo con mi cochecito a la calle? Gracias a Dios no di
ninguna de estas explicaciones. Pero hoy, ¡otra vez! Y no fue, sólo el tema de
la enfermera. Hoy se le sumó una sanción económica. Mi prepaga no le daba a
Manuel las vacunas de los 6 meses porque yo se las estaba dando con retraso. A
ver: si una le da una vez las vacunas con retraso se atrasa todo el calendario.
Simple. Aplíqueselas y listo. Qué les importa. Cumplan con su parte. Sin
embargo: no. La prepaga me cobraba –se las daban sin problemas, pero 200 pesos
mediante- lo que el Estado me daba gratuitamente. Así que enfilé nuevamente
hacia el Rivadavia, me arrojé en las fauces de la enfermera psicópata. Estas vacunas no las aplicamos acá, djio
mirándome con desconfianza. Bueno,
dije, dale la que tengas, yo al chico lo
tengo que vacunar. Le damos la
antigripal y las de los seis meses, dijo esta vez sin mirarme. Y ahí estaba mi pobre Manuel víctima
de una madre desorganizada y de una monja que a la orden de Mami, agárrele las rodillas, las rodillas,
no las piernas, las rodillas dije,
le estampaba sin piedad la aguja. No sé. No sé si quería darle la antigripal.
Pero no pude parar a estas dos mujeres. No pude preguntar siquiera. Pienso: el
sistema privado de salud me aplastó como a una mosca –una cucaracha hubiese
resistido más- pero el público me dejó paralizada. No se podía ni preguntar. No
te daban el tiempo. No estaba esa posibilidad. Quedé paralizada. Y me fui con
mi retoño. Una vez, hace como un año, en la sala de espera de obstetricia de
este mismo hospital vi como una mujer intentaba llenar el formulario que se le
pedía. No podía entender qué era lo que le preguntaban. Y miraba la hoja
como si estuviera leyendo un idioma extranjero. Estuvo un rato largo ahí, hasta
que la secretaria se acercó, le sacó de las manos el dni, y le dictó las respuestas. Esa violencia es lo que sentí hoy. Un sistema -tanto el público como el privado- que te expulsa sin concesiones. Que te culpabliliza. Salvo que una haga todo "by the book". No será mi caso.
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