viernes, 5 de septiembre de 2014

Lo que queda


No es mucho lo que nos queda de la gente. De las personas. Muere Gustavo Cerati y me doy cuenta de que su voz me conmueve. Estoy nerviosa todo el día. Tampoco es que haya sido una fan de Cerati de esas que hacen fila para darle un beso, para pedirle un autógrafo. Me encantaba, sí. Esa voz ultrasensual que te arrulla, que te lleva, que te trae. Pero, pensaba ayer, pareciera ser algo más lo que me mueve. Le mando un mensaje a una amiga, le digo: ¿te acordás cuando fuimos a verlo al Gran Rex? Me dice que sí, cómo olvidarlo,  si nos llevo tu hermano. Y ahí hago clic. No es mucho lo que nos queda de las personas. Incluso de las que tenemos ahí al alcance de la mano. Habíamos ido al teatro con mi hermano y quien en ese momento era su novia. Un punto importante: somos hermanos por parte de mi padre. Para algunos esta aclaración puede parecer innecesaria. Familias ensambladas hay miles. Cuando yo era chica no había tantas. Apenas convivimos un año, creo y quizás ni eso. Yo tendría un año. Él doce o trece. No tenemos muchas vivencias compartidas. Pero, me doy cuenta ahora,  las dos o tres que más guardo giran en torno a la música. 
Soy muy chica, estamos en el auto esperando a alguien. A papá, supongo, pero no estoy segura. Imaginemos que sí: estamos los dos, él y yo, en el auto -estacionado en doble fila en alguna calle del Once- esperando a papá. Mi hermano me quiere enseñar una canción y empieza a tararear los versos de Pequeña semblanza de una familia tipo, de Sui Generis. Me la quiere enseñar. Papá se demora y hay tiempo. Mi hermano escribe los versos en una hoja. Canta la canción. Nos reímos los dos frente a la cuestión sangrienta, ese Mr. Jones, la madre muerta, la familia tan normal. Con el correr de los días aprendo de memoria la letra. Nunca más la olvido.Otra: mi hermano me presta la llave de su departamento. Vive solo, en Belgrano. Voy con un amigo a escuchar toda la música que tiene mi hermano, queremos grabar un par de cassettes. Nos pasamos la tarde escuchando a Soda.
No es mucho lo que nos queda de la gente.Quizás, más que el recital, más que ver a Cerati desde una fila tres, lo que guardo es la sensación de compartir esa voz con mi hermano. Compartir esa experiencia. La palabra, la letra, probablemente no sea tan potente como la voz, como el registro de la voz. Pienso en esto mientras escucho Prófugos, Signos, Canción Animal. Vuelvo a estar en el departamento de mi hermano, la espalda apoyada contra la pared. Llueve, igual que hoy. 

viernes, 22 de agosto de 2014

Joyce Carol Oates


Siempre me sorprende la intuición que motiva la elección de los libros que leemos. Desde marzo tengo varios apilados por ahí, libros que me regalaron para mi cumpleaños y que no abrí por estar completamente tomada por la novela que escribía. Mi primera novela. Ojalá sea la primera de varias. Porque escribir narrativa me ha parecido mucho más entretenido que escribir poesía. Yo misma tacharía el adjetivo. Pero es así. Fue –es- un trabajo arduo. Hay que meterse de lleno en la ficción. Se deja de vivir por un rato la propia vida -¡qué bueno esto por dios!-. Se mira a la gente, se la piensa como si todos fuesen personajes de lo que una está escribiendo. La letra corre mucho más rápidamente que en la poesía. O al menos así fue esta tímida experiencia. Eso: entretenida. Abosorbente, trabajosa, causa de insomnio pero sí: entretenida  El día que la llevé al concurso –S la llevó, hizo las copias, etc- me crucé con un ómnibus lleno de chicos de un colegio hebreo como el que asisten algunos de mis personajes. Sentí que era un buen augurio  -así pienso las cosas, así creo que son: una cadena de buenos o malos augurios-. La cuestión es que durante agosto pude retomar la lectura. Leí una de Julian Barnes recomendada por S: The sense of an ending. Buenísima. Y sin embargo no fue más que eso. Una novela redonda, prolijísima. Genial podríamos decir. La leí en tres días de cara al sol de Bahia. Y sin embargo, me daba cuenta de que lo que en realidad tendría que estar leyendo era otra cosa -quizás no me gusten tanto las novelas cuadradas sino las que desbordan un poco, las que están un poco menos pensadas y se dejan llevar como un mazo de cartas que  se cae y queda desplegado sobre la mesa-. Joyce Carol Oates me esperaba. Ahí estaban las más de cuatrocientas páginas. La foto de la tapa. La madre y la hija. Acá le pusieron Mamá y quizás es tan poco seductora la palabra –que yo escucho a diario en boca de mis tres  hijos, todo el tiempo- lo que me impedía abrir el libro y arrancar. El título original es Missing Mom. Conclusión: fue una clase de narrativa. La manera en la que Oates cuenta, todo lo que no dice, cómo salta de capítulo en capítulo, cómo incluye los diálogos, cómo maneja el discurso interior de Nikki (un personaje increíble), la manera en la que  Nikki se va transformando, lo que deja atrás;  cómo construye a Wally Szalla –el hombre casado con el que sale-. Incluso se da el lujo de incluir a un detective seductor y no caer en ningún lugar común o mejor aún: jugar con el lugar común. Y Clare. ¡Clare! Qué buen personaje. Esa mujer de voz mandona y llena de obligaciones autoimpuestas –no, no, jamás querría ser como Clare- que va y viene por este suburbio de Nueva York, con sus dos hijos, su marido a cuestas. Y sí: el desborde de Oates. De seguir narrando y narrando, de entrar en detalles innecesarios, de repetir, de seguir y seguir y seguir porque la experiencia de la muerte de una madre es devastadora suceda a la edad que suceda, porque nos quedamos solas –solos- porque el mundo irremediablemente va a ser un lugar distinto, mucho menos seguro; porque la manera en la que lo cuenta merece cuatrocientas, quinientas, mil páginas. Todo esto sin caer en ningún cliché, en ninguna clase de sentimentalismo barato, en ningún golpe bajo. Se trata de esas novelas que van a destiempo, en las que una aprende a conocer el mundo, los personajes. Es como si, por un rato una dejara de vivir en este ahora en el que ya ni siquiera somos post porque ser post es estar fuera de twitter, fb, tinder, de la saturación de imágenes, de ese ver, ver, ver todo el tiempo y una volviera a creer que “conocer” es posible -qué idea más decimonónica: conocer a través de la literatura- indagar en lo interior, saber algo más sobre como son los procesos que hacen que vayamos cambiando a lo largo del tiempo o que lo más propio de una ya estaba ahí, siempre. En fin: se abre un mundo detrás de Oates. Muchísimas novelas por leer que tendrán que esperar un interludio: S me regaló una de R. Walser. En edición de la Biblioteca de Coetze. Parece que Walser murió congelado: lo encontraron unos chicos cubierto de nieve. Lo empiezo a leer condicionada por este detalle fundamental: ya sé que me va a gustar. 

domingo, 8 de junio de 2014

Una licencia autobiográfica

Tres o cuatro chicas corren por el patio de un colegio. Hace frío pero sólo llevan un suéter sobre la camisa blanca y la kilt. El colegio es sólo de chicas. Una de ellas -no recuerdo cuál- acaba de recibir una carta de amor. Dos, tres chicas se encierran en el baño para leer esa carta cuya destinataria muestra entre nerviosa y excitada: nunca antes había recibido una carta. Ella, ni ninguna de las que abren el papel y leen, leen y se ríen, felices. Alguien abre la puerta del baño. Escucha risas, comentarios. Es evidente que hay más de una alumna en el pequeño cubículo. Quizás se agacha, puede ver tres pares de pies asomar por debajo de la puerta. Los zapatos acordonados, las medias azules. (Parece una escena de Ciencias Morales, la novela de Kohan, pero no lo es). La directora ordena que abran la puerta y salgan. Lo dice en inglés.  Open the door girls, open the door inmediately, dice. Mientras las chicas corren el pestillo de la puerta, la directora -una mujer de más de cuarenta, muy blanca, con un par de jeans y suéter a rombos- quizás se mire en el espejo, se acomode el pelo corto, cortísimo, detrás de las orejas. Tienen que salir, vuelve a decir, en inglés y con más énfasis. Las chicas tienen doce. Alguna, quizás, ya cumplió trece. Abren la puerta. La carta pesa como una piedra en el bolsillo de alguna, no importa cuál. Una a una tienen que explicar qué era lo que estaban haciendo, porque se habían encerrado en el baño. La carta no parece motivo suficiente -¿habría la directora recibido, alguna vez, una carta como esta? ¿o lo que estaba imaginando era algo mucho más picante, mucho más interesante para sancionar, al menos a las primeras dos alumnas?-. La directora insiste: qué es lo que estaban haciendo en el baño. Aunque está enojada, su bronca, su rabia no está dirigida con igual fuerza hacia las tres. Es hacia la tercera que lanza miradas de odio. Porque jamás había tenido, antes, que llamarle la atención. Es a la tercera a la que está dirigido un reto que más que reto es otra cosa, algo peor, como le dirá más tarde, en inglés: jamás imaginé una cosa así de vos, jamás pensé que me podías decepcionar así. 

Pienso en esto cuando, en un mail, escribo: "suelo ser sumamente responsable pero..." como frase para justificar la renuncia a una tarea. Juro, prometo, me propongo, jamás volver a escribir una frase como esa. ¡Salud!


domingo, 19 de enero de 2014

El amor a futuro


Hacía un año que salíamos con S cuando llegó a casa con un CD de Martha Argerich. Para vos, me dijo, y me dio el disco envuelto en papel de regalo. Lo recibí con una sonrisa  irónica. En ese afán que a veces me agarra por ser sincera, en esa imposibilidad de disimular mi frustración, le dije que ese regalo me parecía mucho más para él que para mí. ¿Me lo regalaba porque pensaba que me podía gustar? ¿Porque quería que me gustara?¿Porque no podía no gustarme? Si yo jamás escuchaba música clásica.  ¿No era tal vez lo que él quería escuchar? ¿O lo que él quería que yo escuchara? Obviamente la discusión fue tremenda, la primera que tuvimos. Qué pavada, discutir por un CD, por un regalo en definitiva, pero ya se sabe, las discusiones son así. La verdad es que mi experiencia con la llamada música clásica estaba llena de prejuicios. Quienes la escuchaban me parecían en general llenos de afectación. Con el tiempo y la sucesión de conciertos a los que fuimos con S, esa idea fue cambiando. La música sinfónica sigue pareciéndome lejana, un poco estruendosa, pero ya no por prejuicio, sino simplemente porque prefiero la música de cámara. La cosa más íntima, más pequeña. Empecé a disfrutar de la música de cámara. Y creo que escuché "Cuadros de una exposición" de Mussorgsky cientos de veces. Ni hablar de Bach o, sobre todo, Debussy, así todo mezclado, desde el disfrute más genuino. 

Ayer, casi once años más tarde fuimos juntos a ver Bloody Daughter, el documental que filmó Stephanie Argerich sobre su relación con la madre y, más lateralmente, con su padre. Lo interesante de la peli, obvio, es el personaje Martha Argerich. Cómo toca, por Dios. Lo hermosa que es. Lo moderna. Lo poco que habla. Lo poco que tiene, tal vez, para decir, porque cuando toca lo dice todo. Esta mañana, mientras los chicos jugaban,  pusimos el CD en cuestión, un CD que en estos once años no se perdió, no se arruinó, no terminó partido en dos por las garras de los niños como tantos otros. Pero un disco que, la verdad, yo jamás escuchaba. Era un acto de orgullo, quizás. O tal vez, simplemente, no lo tenía a mano. Hoy, mientras lo escuchábamos, pensaba: cómo en una pareja hay uno que, quizás, ve un poco más lejos que el otro. Puede que esa sea la clave -toco madera- del amor y la convivencia. Quién sabe. La cuestión es que me pasé la mañana escuchándola a Martha. Disfrutando del regalo de mi primer aniversario con S, once años más tarde.

La foto es de revista ñ.  

viernes, 10 de enero de 2014