Sí, me sucede también en librerías. Pero no solamente o sobre todo sino también. Porque casi siempre es en los locales de ropa. Un sentimiento de culpa, difícil de explicar, herencia, quizás, de mi tradición católica por parte materna y judía por parte paterna, que hace que al salir de cualquier local en el que pude haber pasado más de diez minutos absorta en ese silencio privado propio de la contemplación, sienta haber escondido entre la ropa algo de todo lo que prolijamente percha a percha, o estante a estante, he estado secretamente deseando. Una remera enroscada como una víbora en los vericuetos de la cartera, o un par de aros cayendo al descuido en el fondo más oscuro de los bolsillos. La sensación me asalta –valga la pertinencia del verbo- cuando atravieso la puerta con los sensores anti robo a cada lado del cuerpo. Consciente de mi posible falta me despido del guardia de seguridad con la certeza de que será una cuestión de segundos hasta que la alarma suene y me encuentren la pieza robada. Por suerte nada de esto sucede. Simplemente porque nunca me llevo nada.
Lo de las librerías viene a cuento de estas líneas. Entré a El Ateneo para hojear algunos libros sobre estimulación infantil. Tomé un café en la oscuridad del bar desde donde podía ver las luces que rodean los anaqueles de los libros. Era como si repentinamente hubiera anochecido. Por eso no me gusta esa librería, pero de todas maneras voy cuando busco algo que creo no poder encontrar en otras. Todo esto en medio de la nebulosa propia de mi miopía lo cual desdibuja cualquier impresión más o menos objetiva que quiera dar de la situación. Antes de salir me detuve, primero en la sección Literatura argentina para ver el libro de Matilde Sánchez que quiero leer, después en el de Fabián Casas, Ensayos Bonsai. Leí el primer texto de un tirón, como debe ser, al fin y al cabo eso pide la prosa rápida de ése primer ensayo. Cortázar no es Aira, sí pero ¿Santiago es Santiago Llach?, me preguntaba mientras salía del local totalmente cegada por la luz de la mañana. No llevaba en la cartera ni El desperdicio ni Ensayos Bonsai. Mis desventuras financieras de los últimos fines de mes harían imposible la adquisición de cualquiera de los dos. Cuando salí Santa Fé era otra: la gente en lugar de caminar se agolpaba, transpirada, en las paradas de los colectivos. Eran más de las diez y había empezado el verano.
La foto es de Celeste Sánchez Vendramini
Lo de las librerías viene a cuento de estas líneas. Entré a El Ateneo para hojear algunos libros sobre estimulación infantil. Tomé un café en la oscuridad del bar desde donde podía ver las luces que rodean los anaqueles de los libros. Era como si repentinamente hubiera anochecido. Por eso no me gusta esa librería, pero de todas maneras voy cuando busco algo que creo no poder encontrar en otras. Todo esto en medio de la nebulosa propia de mi miopía lo cual desdibuja cualquier impresión más o menos objetiva que quiera dar de la situación. Antes de salir me detuve, primero en la sección Literatura argentina para ver el libro de Matilde Sánchez que quiero leer, después en el de Fabián Casas, Ensayos Bonsai. Leí el primer texto de un tirón, como debe ser, al fin y al cabo eso pide la prosa rápida de ése primer ensayo. Cortázar no es Aira, sí pero ¿Santiago es Santiago Llach?, me preguntaba mientras salía del local totalmente cegada por la luz de la mañana. No llevaba en la cartera ni El desperdicio ni Ensayos Bonsai. Mis desventuras financieras de los últimos fines de mes harían imposible la adquisición de cualquiera de los dos. Cuando salí Santa Fé era otra: la gente en lugar de caminar se agolpaba, transpirada, en las paradas de los colectivos. Eran más de las diez y había empezado el verano.
La foto es de Celeste Sánchez Vendramini