Escribo cuando todos duermen, cuando ya no queda nada en la casa, salvo juguetes tirados aquí y allá, ropa, medias, zapatos. Escribo cuando, por fin, la casa está en silencio y puedo imaginar que estoy sola, lejos y sola. Escribo antes de que se despierten, antes, incluso de que despunte el día, mientras todos duermen y si el bebé llora, si escucho que se mueve incómodo en la cuna me acerco, sigilosa, para que no se de cuenta de que soy yo, le pongo el chupete en la boca. Trato de no hacer ruido mientras me preparo un mate, una tostada, mientras saboreo esos primeros momentos del día, casi noche. Y después, como ahora, cuando ya nadie me necesita, cuando nadie me reclama, cuando nadie me pide nada y soy sólo yo la que me hablo, me digo, me pido quedate un poco más, no te duermas todavía.
jueves, 26 de diciembre de 2013
jueves, 14 de noviembre de 2013
4 AM: LLuvias
No sé exactamente cuándo la lluvia empezó a preocuparme. Cuándo fue que dejó de ser algo divertido, pintoresco, incluso algo deseado para transformarse en fuente de desvelos. De hecho son las cuatro de la mañana y no puedo dormir. Ya visité todos los sitios web de "pronóstico extendido" para ver cómo van a ser las próximas horas. Dando vueltas en la cama pienso en un sinfín de cuestiones prácticas que aburriría al lector más paciente. Me asomo a la ventana. Sí: llueve. Y tengo la poco original sensación de que no va a parar jamás. Pienso en todo lo que tengo que hacer, en los chicos, en el trabajo. Siento que vivo en una ciudad de la India alejada de todo, que jamás podré llegar a destino; no con la lluvia de por medio. Mi vida se ha transformado en la grilla de una empresa de logística. Dónde tiene que estar cada uno a determinada hora, quién busca, quién trae. Y la lluvia paraliza todo. Una de esas cosas que cambia con la llegada de los hijos, supongo. Y una que se dice: aprendé a relajarte, no te estreses, todo tiene solución: es lluvia nada más. Pero, claro, si el cuerpo -con sus tics, sus terminaciones nerviosas, sus contracciones musculares- pudiera hacerle caso a la mente los cajones de las farmacias que venden clonazepam no estarían vacíos. Ahí para un poquito. El bebé se mueve en la cuna. La noche se vuelve un poco más amable. Me doy cuenta de que estoy cansada. Ya no sé si lo que escucho es al lluvia que emana de la compu -es viejita y hace ruido- o la que proviene del otro lado de la ventana. Le pongo el chupete al bebé. Vuelvo a la cama.
lunes, 4 de noviembre de 2013
Perfumes
Recién, en el colectivo la mujer que viajaba al lado mío tenía un perfume que me llevaba a un lugar. No era en realidad perfume, era más bien una crema de enjuague, algo así, una mezcla de shampú y crema, nada grandilocuente. Era increíblemente familiar. Me inundaba de una sensación de bienestar, de haber sido feliz cuando, muchos años atrás, desde algún otro lado me llegaba el mismo perfume. La miré para ver si había algo especial en ella. Si era especialmente linda, si llevaba el pelo arreglado de alguna manera particular. Algo que acompañara ese perfume que me llevaba como en oleadas a algún recuerdo que no pude identificar. Pero no. De hecho tenía el pelo atado de una manera desprolija, no desprolija a propósito como usan tanto las adolescentes, sino desprolija de no haber sabido atárselo bien. Qué cosa los olores, los perfumes. Qué sentido, el olfato, capaz de guardar en secreto un recuerdo, como este que no pude todavía descifrar. Y ahí va a quedar. Tengo muy mala memoria. Pienso en esto mientras empiezo a leer una novela que promete ser exquisita: Flores de un solo día, de Anna Kazumi Stahl.
viernes, 1 de noviembre de 2013
Compañeros de viaje
Tendría que estar terminando de leer la novela. Sólo me faltan 100 de un total de 512 páginas. Pero no puedo evitarlo, tan lejos estoy del "vacío interior" al que quiere llevarme mi maestra de yoga. Hace días que estoy sumamente desconcentrada. Mientras leo pienso, y mientras pienso escribo mentalmente. Por ejemplo: esta entrada del blog. La novela es The Marriage Plot, de Jeffrey Eugenides. Y es buenísima. LLeva tiempo. Al principio me desconcertó, me pareció un poco banal, las anécdotas de una estudiantina. Pero había que darle tiempo. Había que seguir leyendo. Confirma también una teoría secreta que tengo: cuando una decide qué leer -así a ciegas: yo no sabía que la novela era, en realidad sobre creencias, sobre formas de practicar esas creencias, sobre religión entre otras cosas- hay un espíritu superior que elige por una. O un aspecto superior de una misma. La novela es exactamente lo que yo tenía que leer en este momento. Hace tiempo -desde que me embarqué en este proyecto de escribir una novela- que no dejo de maravillarme frente al trabajo consumado: esos relatos que parece que han sido escritos así, a la corrida, sin que la autora o el autor se haya detenido a pensar cómo o de qué manera poner esto o aquello. Como iluminados. Hay autores que dicen escribir así. Que aseguran no poder seguir si la página anterior no está perfecta, si no es la definitiva. En mi borrador todo es precario, provisorio, pero avanza. Por otro lado, no puedo hacerlo de otra manera. Hace un par de semanas me encontré con una nota muy interesante de Matías Serra Bradford donde habla sobre esos compañeros de ruta que se eligen cuando una o uno escribe y que de alguna manera guían esa escritura. Bueno, Eugenides es uno de los míos. Ese "look inside" al que nos invita la portada, esa posibilidad que da amazon para que se pueda mirar el libro, sin duda sintetiza lo que propone la novela: mirar dentro, muy dentro de los personajes, llegar a ser los personajes, llegar hasta la médula de Leonard, Mitchell y Maddie. Y a través de esa introspección en estos tres jóvenes armar una trama. Digo: esto se me ocurre es el método de Eugenides. Entrar, entrar lo más profundo posible, como quién se adentra en una experiencia mística. No detenerse, seguir adelante con lo que cada personaje propone. Darle voz, dejarlo ser. La novela se consigue en castellano: La trama nupcial. Y se las recomiendo fervientemente.
domingo, 20 de octubre de 2013
La hija que odiaba a su madre
Está claro: tengo que cambiar de bar. Tampoco es que este sea un bar -"bar" me remite mucho más a la calle Corrientes-, es un cafecito que tiene un segundo salón donde en general la gente va a trabajar. En general. Hoy, fue el turno de "la mujer con más odio del mundo". Yo estaba con mi hijo más pequeño, en su cochecito. Apenas salimos se quedó dormido. S está enfermo y le venía bien que al menos lo librara de uno de los niños. Y yo quería avanzar en mi novela. Me pedí un agua mineral lo cual ganó inmediatamente la bronca de la mesera. Sólo que su bronca no era nada comparada con el odio de la mujer que estaba sentada casi enfrente de mí. Estaba con su madre, una señora en silla de ruedas. Muy vieja. Apenas encendí la compu escuché: "No me hablés de esa gente, no son simpáticos, porque cuando te llaman son todo amor, todo dulzura y después no ponen ni un peso por vos, así que ni me los nombres." La señora no decía nada. Tomaba de su té con esa mirada que tiene la gente cuando trata de no escuchar, de no registrar al otro. No sé qué más le decía la hija. Tenía tanto para recriminarle, tanto para echarle en cara. Cualquier cosa que su madre le dijera bastaba para que le lanzara otro dardo envenenado. Al final la hizo pagar a la pobre madre. Temblando -lo juro- firmó el cupón de la tarjeta. Yo pensaba: ¿para qué? ¿para qué la sacó del geriátrico y la trajo a comer? ¿no era mucho mejor dejarla a la pobre mujer mirando tele, dejarla con su rutina, dejarla, incluso, dormir la siesta, dejarla, digo, morir, eventualmente, morir como se debe? Puede que la mujer haya sido una pésima madre. De las peores. Un desastre. Pongamos una madre abandónica, pongamos que era violenta, que le pegaba. Digo: no hubiese sido mejor, quizás, dejar de hablarle. En última instancia pagarle el geriátrico, donde fuese que estuviese viviendo, pero dejarla ir. Hacerlo sin culpa. Seguir con lo propio. Hacer terapia, yoga, lo que sea, pero dejarla ir. Porque el odio que tenía la hija encima, la manera en la que miraba a un lado y al otro, le hacía mal a ella misma. La vieja ya estaba en otro lugar. Vaya a saber una dónde. Con sus recuerdos, con el lado de la vida que ella elegía ver. Y algo más, algo que me dejó pensando mucho: la bronca de esta mujer parecía venir de un lugar concreto. Ella veía lo que su madre se negaba a ver. Ella sabía que la gente "simpática" era una manga de sinvergüenzas y ella quería hacérselo ver a la madre. Ella era la portadora de la verdad. Ella sabía.
Entiendo que no es la mejor reflexión para el día de hoy. O tal vez sí. Para pensar un poco en esta relación tan profunda, tan fundamental, tan pasional. Madres e hijas. Y les pido de corazón a mis propios hijos: si algún día me van a invitar a comer para tirarme encima todo el odio del mundo, piénseno dos veces, es probable que con un pedazo de papel y una birome me dejen mucho más contenta.
La foto es de Juana Hidalgo, actriz, una abuela postiza que ama a sus nietos postizos, algo así como el tercer ojo -la tercera abuela- de la abuelitud. Está con Manuel, el pequeñín que me acompaña en estas excursiones al café de la esquina.
viernes, 18 de octubre de 2013
Casarse en una quinta
Ellas no tienen la culpa, claro. Esto es un bar, acá la gente viene a charlar. No todos son como yo y necesitan huir un rato de sus casas para escribir en paz. ¡Benditos sean! Pero, ¿ponerse a organizar un casamiento acá, en la mesa que está al lado de la mía? Por Dios. Les cuento: el casorio de la chica de camisa negra con flores es en una qiunta. Tiene lindo pelo, así que seguramente se haga un tocado importante. "No todos se bancan la de la quinta", dice. Yo me pregunto qué es lo que hay que bancarse. Pero ella lo aclara: parece que una desubicada le pidió llevar a la quinta a los hijos de su novio. La novia lee el mail: la pobre chica explica que se le complica mucho dejar a los hijos de su novio, qué no tiene mucha opción, incluso pide perdón por el atrevimiento. "No tenemos con quien dejarlos", explica. Pero no, no hay caso. La novia es implacable. El gasto que le insume es enorme. Y la desubicada esta "no tiene idea del gasto que implica casarse en una quinta". Ese es el tema: la quinta. La novia lee el mail que ella le mandó: "disculpá que no pueda solucionarte la vida", parece que le escribió. Y yo me pregunto: por Dios, ¿para qué la invitó? La imagino sacando cuentas -a la desubicada, no a la novia- pensando cómo, de qué manera conseguir una babysitter para poder ir. ¡No! ¡No vayas! Quedate en tu casa mirando alguna serie. Si vas vas a terminar gastando un dineral -VOS no la novia- para que te reciban con una sonrisa a medias porque, en realidad, la idea era que no fueras. Por suerte las amigas que están acá con la novia son otra cosa, son mejores, saben de sex toys -ahora hablan de eso- saben de baby showers, saben de canciones, saben lo que implica casarse en una quinta. En fin. Tenía que escribirlo. Al menos para que me rindan estas tres horas fuera de casa.
PD: ¡¡¡NO!!! No elijas el fragemento del Evangelio que dice: "Si no tengo amor no soy nada", elegí otro, más original, por favor, te lo pido, al menos para que este tiempo valiosísimo que me acaban de quitar de las manos haya valido de verdad la pena.
PD: ¡¡¡NO!!! No elijas el fragemento del Evangelio que dice: "Si no tengo amor no soy nada", elegí otro, más original, por favor, te lo pido, al menos para que este tiempo valiosísimo que me acaban de quitar de las manos haya valido de verdad la pena.
jueves, 3 de octubre de 2013
La hija de la cabra
El año pasado Bajo la luna publicó una novela excepcional. Una joya de esas que, de verdad, no abundan. La novela, La hija de la cabra, la escribió una querida amiga y excelente poeta: Mercedes Araujo. Hace mucho tiempo que espero que se publique la reseña que escribí. Casi un año diría. En ese tiempo la novela salió de la mesa de novedades, otros libros vinieron a ocupar su lugar y, mi lectura que tal vez podría haber colaborado apenas un poco para que la novela se venda -¡sí de eso viven los escritores y los editores, de las ventas!- quedó a medio camino: escrita pero no publicada. Ya saben, soy supersticiosa y creo que tal vez el hecho de finalmente publicar la reseña acá como si no tuviera ya ninguna esperanza de que el suplemento la saque, quizás haga el milagro y mañana al abrir la revista encuentre la crítica que con tanto cariño y admiración escribí. Si eso ocurre, prometo borrar del blog esta entrada. Si no ocurre, supongo que se entenderá que esperé lo suficiente. Aquí va, entonces, a la salud de la Juana, mi reseña de una de las mejores novelas de la literatura argentina que leí en los últimos tiempos.
A veces pasa: nos encontramos frente a una novela que
combina un trabajo de orfebrería con el lenguaje a la vez que plantea una trama
que atrapa, que no se puede dejar de leer. En algunos casos excepcionales
sucede algo más: se trata de relatos en los que el lenguaje parece fundarse a
cada paso, inventarse gozosamente, novelas que el lector disfruta, hipnotizado
por el descubrimiento de un tono, de una voz. Es el caso de La hija de la cabra, la primera novela
de la poeta Mercedes Araujo ganadora en 2011 del Primer Premio del Fondo
Nacional de las Artes.
El relato se centra en la historia de amor de “la Juana”
–una india huarpe mendocina, hija del cacique Cunampas– y un blanco durante la
época del Virreinato. Pero también es la historia de la familia de Juana, de
los hombres y mujeres de la comunidad, del hambre, de la sequía, de la ambición
de quienes explotan la tierra; una
verdadera épica del páramo. Y, si bien se trata de un paisaje cercano a la experiencia de la autora
–Araujo es mendocina– el tema del desierto es arriesgado. Invita a leer la
novela nada menos que dentro del corpus fundacional de nuestra literatura: José
Hernández pero también Martínez Estrada y Di Benedetto. Sólo que aquí es la
mirada de una mujer la que resignifica ese espacio simbólico. No sólo la de
Juana, también la de su gran amiga Rosalía y sobre todo la de su madre, La
Cabra –esa mujer que enloquece y se aparta, ¿o la apartan?, para morir sola.
Esa figura de la mujer que se vuelve loca, que hay que encerrar –en un ático o
en el monte como es el caso de La Cabra– ha sido emblemática para la crítica feminista
que estudió las representaciones de la mujer en la literatura del siglo XIX. Y
es muy interesante que Araujo la rescate. Por eso, la gran autora que aparece
aquí, la tradición en la que se escribe esta novela es la de Sara Gallardo y su
Eisejuaz.
Araujo construye un lenguaje en el que cuerpo y paisaje se
funden y fundan a su vez una manera de hablar, de decir –“El silencio y la
cerrazón han encaminado a Juana a un cerro. Cuerpea. Escala buscando un animal.
En la cima, lija de un vistazo el horizonte. Ni un solo bicho. Una mancha oscura
en un pico de roca viva”– que, sin
embargo, no parece forzada sino que nace con la naturalidad de la flor del
cardo y que recuerda, por ejemplo, el registro poético y abigarrado de Clarice
Lispector en La araña. Sólo que
aquí, cuando ese lenguaje parece opresivo –y en La araña Lispector lleva ese experimento al límite–, la autora
tiene la habilidad de enhebrar otro discurso, otro género que vuelve la
narración siempre al campo de la legibilidad. Son las cartas que escribe el ingeniero
Martinelli a su esposa desde el desierto y que le sirven a la autora para
terminar de hilvanar la trama. Es de celebrar, entonces, el riesgo que asume
Araujo. Como lectores, sólo nos queda asumir nuestra parte. Adentrarnos en la
experiencia del desierto y aceptar que, tal vez, la consecuencia sea perdernos
momentáneamente en ese laberinto de lenguaje y sentimiento trágico.
martes, 1 de octubre de 2013
La educación musical
"El desierto será iempre esta casa donde nacieron
y aún crecen. La arena migra de una pieza a otra
y y los persigo, les presto un camello, les paso
mi kéfir para protegerlos del sol mientras pierdo
la cuenta de las noches y los días."
El poema es del último libro de Yaki Setton. Quienes crecen, claro, son los hijos. Los de la foto son los míos. Dos de los tres, los dos más grandes. Me gustó el contraste entre los chicos, su abrigo y el cielo detrás, esas nubes que parecen comérselo todo. La foto la sacó S. Yo me había quedado con el bebé en lo de mi querida amiga Vero. Bueno, aquí el link a la reseña que escribí para Ñ en relación al libro de Yaki. Algo que me quedó afuera porque no sabía cómo escribirlo sin herir susceptibilidades: se suele decir que sólo los poetas leen poesía, bueno, este es un libro que perfectamente puede gustarle al lector de narrativa. Y no sólo porque los poemas tienen una cadencia que nos lleva a la prosa sino porque Setton aborda el tema desde lo más íntimo, lo más personal. En fin, se me ocurrió que el libro podría ser un buen regalo, por ejemplo. Un lindísimo libro para regalar. Y me dieron ganas de que se vendiera bien. Por eso la recomendación: regalen este libro sin importar que quien lo vaya a recibir sea o no amante de la poesía. Y viajen a las montañas. No hay nada como las montañas.
martes, 17 de septiembre de 2013
Peluquerías palermitanas
Mi madre es experta en peluquerías.
Yo no. Mi madre se conoce todos los locales de pelo de Buenos Aires, aunque a
decir verdad quizás esté perdiendo un poco ese mapa. El otro día dice que entró
a una en una galería y casi se muere. Que había sahumerios, que una mujer entró
con su perro. Le habían dicho que ahí el baño de keratina era genial y barato. No entiendo por qué me dejo llevar por este
tipo de recomendaciones, me dijo después. Si yo de esto conozco. Y tiene razón. De hecho uno de mis primeros
recuerdos de desamparo es en una peluquería. Estaba con mi mamá, esperando que
le hicieran el bendito brushing cuando, de golpe, me perdí. Creí verla, sentada
en uno de los sillones frente al espejo. Me acerqué con mis chiches. Le hablé. Cuando se dio
vuelta no era mi mamá. Recuerdo el pánico como si fuese hoy.
Yo, en cambio estoy lejos de ser una experta. Tal
vez a modo de reacción. Puede ser, por qué no. Pero no se confundan: no es que
odie las peluquerías. No tengo paciencia. Quiero que termine ya el trámite.
Prefiero mirarme al espejo y ser yo la que corte, alise, peine. Me divierte. Si
lo hace otro tengo que esperar, no puedo intervenir. Así que, hoy por hoy, mi
peluquería es la de al lado de casa. Tere, me hace el color y Pablo, su marido,
peina. Son paraguayos y sumamente expeditivos.
Ahora lo de hoy: hace tiempo que
quería cortarme el pelo. Años, tal vez. Pero los rulos largos, la sensación de
que el pelo largo siempre es más sexy, en fin. No me lo cortaba. No te lo cortes, me decía S. Y le hice
caso. Hasta hoy. Me habían recomendado mucho una peluquería en Palermo
Hollywood o Soho, por ahí. Busqué en internet. Era muy cool. Tal vez demasiado.
Pero yo quería un cambio. Mejor hacérmelo con alguien cool, ¿o no? Hubiese
preferido un día de sol radiante. Podría haber elegido ropa más canchera. Me hubiese puesto mis súper plataformas. Pero
el frío apremiaba esta mañana, así que me puse las calzas, las botas de lluvia,
un tapadito. Estaba bien, ojo. Mi bufanda blanca y preciada. Pero bien para mi
barrio. No para Palermo. Cuestión que apenas abrí la puerta de la peluquería
entendí. Nadie iba a ser demasiado amable. De eso se trata Palermo Viejo. Nadie
te atiende muy bien. Deberías ser vos el agradecido de que te abran la puerta. Nadie
te hace sentir en casa. Sos visitante, siempre. La recepcionista me miró de
arriba abajo. ¿Tenías turno? Sí tenía
turno. Otra empleada leía una revista tirada en un sillón rojo rabioso. Levantó
la vista para mirarme. Dije el nombre del peluquero que me habían recomendado. Manu. Estaba parado atrás de la
recepcionista. Agarró mi abrigo, mi bufanda. Le expliqué lo que quería.
Alrededor mío todas las mujeres tenían pelo largo. ¿Estaría haciendo lo
correcto yo? ¿O me estaba inyectando un montón de años encima al cortarme el
pelo? Miré al peluquero. No se lo pregunté, claro. Él no estaba ahí para
responder preguntas de tipo existencial. Él cortaba pelos. Y lo hacía muy bien.
Artesanalmente, dividió mi cabeza en un montón de pequeños mechoncitos que fue
cortando uno a uno. Era exigente. No había que mover mucho la cabeza. Había que
seguir sus órdenes, no importa cuán cómoda o incómoda estuvieras en el sillón. El peluquero de al lado conversaba con su cliente. Un chico
que se hacía un corte a lo estrella de rock. Tal vez era el vocalista de algún
grupo alternativo del que yo jamás voy a oir hablar. Qué alivio sentí cuando
entró una señora grande. Yo no era la única que no era cool. Esta mujer podría
ser tranquilamente una de las clientas de Tere y Pablo. Tenía mil años, pero al
menos, no era una adolescente con toda la onda del mundo. Mi peluquero me
peinó. Con rulos, dijo. Después si querés te lo hacés lacio, pero la
idea del corte es que sea con rulos. Y entró la clienta de las once y
media. Por suerte la trataron con la misma indiferencia que a mí. Y eso que
ella ya lo conocía al peluquero y eso que, evidentemente era clienta. Manu, me
saludó con un beso. ¿Y la propina?, me pregunté. ¿Se da propina en Palermo? ¿Se
le mete la mano en el bolsillo como hacen las mujeres en las cientos de
peluquerías de los barrios que no son Palermo Hollywood? Jamás pude hacerlo y
el momento de la propina siempre fue de los más incómodos. Finalmente opté por
lo seguro. Le dejé un billete en la caja. Le
das esto a Manu por fa, dije. La recepcionista levantó la vista para
agarrarlo. Me miró. Me corté un montón, le
dije buscando algún comentario, algo que me reconfortara. Por toda respuesta me
dijo: sí. Sí. Nada más. Ella no
estaba ahí para ser mi compinche, claro. Por otro lado, el pelo de ella llegaba
hasta la cintura. Así que salí de la peluquería. Estaba feliz. Feliz por haber
cambiado. Y feliz por estar fuera de la peluquería. Manu es un genio, corta
como los dioses. Pero, mujeres con problemas de autoestima, abstenerse. Van a
salir hechas unas diosas. Pero eso: van a salir. Una vez fuera. Con los últimos
fríos del invierno, un cafecito humeante entre las manos, mirándose en todas
las vidrieras, satisfechas de haber sobrevivido a la onda sin fin de Palermo.
jueves, 22 de agosto de 2013
Por qué leer un clásico puede cambiarte la vida: la nota que nunca fue
Hace un tiempo ofrecí a alguna de las revistas en la que escribo una nota. No pegó. Pero a mí me sigue pareciendo buenísima. Buenísima en el tono de una revista de interés general, digo: no buenísima para el lector especializado en literatura. De verdad: se la ofrezco hasta a "Il paparazzi", ¿por qué no? Y, ahora que empiezo a leer una novela que ya me tiene bastante atrapada, vuelve a aparecer esa, la misma, idea: "Por qué leer un clásico este verano puede cambiarte la vida". ¿Se entiende que es para revista no para suplemento cultural? OK, sigo entonces. Hace un par de días empecé a leer The Marriage Plot, de Jeffrey Eugenides. No tiene un comienzo como los de Roth o Franzen. Pero, con el correr de las páginas ya estás metida en la historia. El personaje principal, Maddie, estudia literatura y, mientras todos leen a Derrida ella sigue fascinada con la literatura inglesa del siglo XIX. Es decir: Maddie atrasa. Entonces decide ponerse a tono con los tiempos que corren -los años 80- y se anota en un seminario de deconstrucción. Uno de sus compañeros dice como si hubiese descubierto un gran secreto: "para escribir hay que recurrir a otros libros, no hay que hablar del dolor real." Maddie -como yo- se retuerce en su silla: ¡No! quiere decir, la literatura habla del dolor real.Y esto me hizo pensar en esa nota, la que nunca nadie me compra. La de los clásicos y por qué pueden cambiar tu manera de ver el mundo. Aunque sólo hayas leído Sidney Sheldon toda tu vida. Aunque, ahora sólo leas ese de las Sombras de Grey. ¿Por qué no leer, este verano, La guerra y la paz, por ejemplo? O Los Buddenbruck. Aprovechar el tiempo detenido del verano para entrar en otro ritmo, el de la novela decimonónica. Dejarte llevar por el color de la ropa, el matiz del cuero de un zapato, el rayo de luz que cae oblicuo a través de la cúpula de una iglesia. No leer a lo loco acciones, diálogos. Como le dijo alguna vez un amigo poeta a Tina Balser, la protagonista del libro que acabo de terminar, nada como Proust para la gripe. Si no la cura, te acompaña al menos en ese letargo de la cama. Tengo muchos más argumentos. Arrancar un diario de lectura, por ejemplo. Ir escribiendo lo que nos pasa a medida que avanzamos en la lectura. La idea es que, quienes no leen o leen poco se propongan leer, este verano, un clásico. En fin. Ya picará alguna editora o algún editor. Hasta los invito a que me roben la idea. Imagino la gráfica: seis, siete libros en fila india: me ofrezco para decir qué hay en cada uno de ellos para enriquecer nuestra vida. Estoy optimista. Adhiero a la idea de que no hay vida sin literatura. O de que, para los que tenemos en el fondo de la cabeza una vocecita que nos va "narrando" el mundo, lo real empieza a existir en la medida en que le ponemos -o algún otro le pone- palabras.
viernes, 16 de agosto de 2013
Siempre tarde
¿Cómo es? ¿Te salteas un
casillero y suenan todas las alarmas, te persiguen, te van a buscar a tu casa
como si estuvieras infringiendo la parte más fundamental del juego? Es la
segunda vez que me pasa. La primera fue porque me había olvidado de darle las
vacunas a mi hijo Manuel -me había atrasado un mes!- Cuando la enfermera del Rivadavia me atendió me hizo
sentir la peor madre del mundo. Pero
usted no le está dando las vacunas su hijo, dijo dispuesta a degollarme con
su lapicera. Me había olvidado. OK. Un desastre. Me olvidé. ¿Se las puede dar
por favor? ¿O tengo que ponerme a explicarle las mil razones que pudieron
haberme llevado a pasar por alto el tema de las vacunas? ¿Le cuento, o lo
dejamos así y usted se las aplica y yo sigo con mi desordenada vida de madre
que trabaja y tiene no uno ni dos, sino tres, ¡tres!, hijos? ¿Le cuento que,
además, hago otras cosas, quiero hacer otras cosas que no concreto y que eso me ocupa gran parte de la mente? ¿Le cuento que de noche no duermo,
que apenas sé dónde estoy y que por momentos tengo la sensación de que la vida
está a punto de tragarme entera como una ballena? ¿Qué además soy la delegada
de primer grado? ¿Le
cuento que a veces tengo miedo de estar cayendo en el pozo más profundo, pero que
me armo de valor y salgo con mi cochecito a la calle? Gracias a Dios no di
ninguna de estas explicaciones. Pero hoy, ¡otra vez! Y no fue, sólo el tema de
la enfermera. Hoy se le sumó una sanción económica. Mi prepaga no le daba a
Manuel las vacunas de los 6 meses porque yo se las estaba dando con retraso. A
ver: si una le da una vez las vacunas con retraso se atrasa todo el calendario.
Simple. Aplíqueselas y listo. Qué les importa. Cumplan con su parte. Sin
embargo: no. La prepaga me cobraba –se las daban sin problemas, pero 200 pesos
mediante- lo que el Estado me daba gratuitamente. Así que enfilé nuevamente
hacia el Rivadavia, me arrojé en las fauces de la enfermera psicópata. Estas vacunas no las aplicamos acá, djio
mirándome con desconfianza. Bueno,
dije, dale la que tengas, yo al chico lo
tengo que vacunar. Le damos la
antigripal y las de los seis meses, dijo esta vez sin mirarme. Y ahí estaba mi pobre Manuel víctima
de una madre desorganizada y de una monja que a la orden de Mami, agárrele las rodillas, las rodillas,
no las piernas, las rodillas dije,
le estampaba sin piedad la aguja. No sé. No sé si quería darle la antigripal.
Pero no pude parar a estas dos mujeres. No pude preguntar siquiera. Pienso: el
sistema privado de salud me aplastó como a una mosca –una cucaracha hubiese
resistido más- pero el público me dejó paralizada. No se podía ni preguntar. No
te daban el tiempo. No estaba esa posibilidad. Quedé paralizada. Y me fui con
mi retoño. Una vez, hace como un año, en la sala de espera de obstetricia de
este mismo hospital vi como una mujer intentaba llenar el formulario que se le
pedía. No podía entender qué era lo que le preguntaban. Y miraba la hoja
como si estuviera leyendo un idioma extranjero. Estuvo un rato largo ahí, hasta
que la secretaria se acercó, le sacó de las manos el dni, y le dictó las respuestas. Esa violencia es lo que sentí hoy. Un sistema -tanto el público como el privado- que te expulsa sin concesiones. Que te culpabliliza. Salvo que una haga todo "by the book". No será mi caso.
jueves, 8 de agosto de 2013
El Sr. A y la página 160
“Vi buenos libros en tu casa”, le dije hace un par de días
al Sr. A en un asado. Me
refería a The pale king de David Foster Wallace. “Ah, sí”, dijo como al
descuido y siguió tomando de su copa de Rutini. Me interesaba particularmente
porque desde hace meses que ese libro está ahí, en mi biblioteca y yo sin poder
abrirlo. El dueño de casa se unió a la charla –estábamos los tres en la cocina–
y dijo que el Sr. A seguramente fuese un buen lector. “En realidad no leo”,
dijo, “estoy en una fase muy creativa, escribo sin parar, si leo, leo hasta a
página 160. Más o menos si llegaste hasta ahí ya tenés una idea del mundo del
libro, ¿para qué vas a seguir?” Aclaro: se trata de una charla extraña dado el
contexto: un barrio cerrado, una casa con vistas a un lago y mi grupo de amigas
de la infancia. El nombre de David Foster Wallace no suele sonar en estos pagos.
Por eso mi entusiasmo. Además, me había escapado de la charla en la mesa donde
se empezaba a hablar de una cantidad de cuestiones vistas desde una ideología
que no comparto. Que la inseguridad, Massa, Moreno. Me escapé. Y en la cocina
estaba el Sr. A que suele ser bastante divertido. Pero no había leído a Foster
Wallace. No sólo eso. Decía, aseguraba estar escribiendo a cuatro manos, sin
parar como poseído. Iba todavía más allá. “Para qué aceptar un adelanto de
Mondadori”, decía, “¿cuánto te pueden dar? ¿veinte mil pesos? Yo apunto a otra
cosa.” ¿El exterior?, me preguntaba yo, ¿otro mundo donde hacer plata con la
literatura fuese posible? ¿un universo en el que un primer libro –el Sr. A no
tiene al momento nada publicado– podría negarse a la propuesta de alguna
editorial? Nombré a Natalia Moret, por ejemplo, alguien que, pienso, podría
estar haciendo plata con su literatura. El policial vende. El sexo vende. Y
además escribe bien. Es linda. Y el Sr. A la conoce –el Sr A suele hacer
esgrima de un montón de nombres-. Pero él quería ir, todavía más allá. “Sí,
Natalia está bien”, dijo, “pero yo hablo de otra cosa.” Entonces me surgió la
pregunta: “y, ¿qué estás escribiendo? ¿se puede ver?” le pregunté. “Es ilegible”,
dijo. “Bueno”, insistí –no hay que insistir suele decirme S, no hay que
insistir pero yo, parece, no aprendo– “¿podés más o menos mostrarlo? ¿son
cuadernos? ¿es una novela?” El Sr. A reía, de vuelta de todo, con su copa de
Rutini tambaleándose entre los dedos. Y dijo algo que no puedo reproducir del
todo pero que fue tan humillante como más o menos esto: para qué le serviría a
él –el Sr. A– conocer la opinión de “una amiga de mi señora”. Ah bueno. Me
quedé pensando en esta frase. ¿No se le ocurrió pensar de qué quizás yo podía
tener una opinión que podía llegar eventualmente a serle útil? ¿No pensó que
podía ser un par? En fin. Eso no importa tanto. En lo que me quedé pensando fue
en esa página 160. La página en la que el Sr. A cierra el libro. Y ayer,
mientras la novela de Kaufman avanzaba –es decir yo avanzaba– y de pronto algo
cambiaba en el personaje, justamente en la página 160, pensé: esto es lo que
hace que algunos seamos lectores de novela y otros no. En la página 160 una
está dentro de la novela, no puede ya salir. La página 160 está viva y una no
puede abandonarla. Ojo, he dejado inconclusos infinidad de libros. Pero porque
no me gustaron. No porque piense que después de una cantidad de páginas nada
puede sorprenderme. La experiencia de lectura de una novela siempre es
diferente a la del poema –y eso que soy lectora de poemas– y a la del cuento.
Hace un tiempo, en otra reunión, un poeta me decía que él ya no leía novelas. “Yo
ya no leo novelas”, me dijo cuando le pregunté –otra vez metiéndome en las
bibliotecas ajenas– por un libro gordísimo de María Teresa Andruetto que
descansaba en una pila en el living de su casa. Paradojas del oficio: ese mismo
poeta hoy está traduciendo una obra maestra de la literatura francesa para una
editorial local. ¿Cómo lo hará si no lee novelas?
La foto es de la versión italiana del libro de Kaufman. Me pareció una portada genial.
miércoles, 7 de agosto de 2013
Bajo el hechizo de Sue Kaufman
Tarde -hace rato que el blog ha caído en desuso- retomo estas entradas. Hoy, no tengo poemas nuevos para postear, tampoco pequeños ensayos, tal vez algunas anotaciones como esta escrita a las apuradas en el tiempo que le robo al trabajo -no al trabajo que más me gusta sino al trabajo/trabajo, ese en el que se cumple un horario, se está en un espacio preciso una cantidad determinada de horas, mi tiempo como "empleada"- , bajo el hechizo de Sue Kaufman, una norteamericana que en 1967 publicó Diary of a mad housewife libro que hoy reedita Libros del asteroide y que estoy reseñando para Ñ. E inspirada por Tina, la narrardora de la novela, de pronto, lo entendí todo.
Tengo treintinueve años y tres hijos de seis, tres y siete meses. Mi pequeño -aunque hermoso- departamento de 70 metros cuadrados está plagado de juguetes, cajas, ropa, libros, CDs si cajas -escucho hace años la misma música simplemente porque no sé exactamente donde están todos los otros discos que quisiera escuchar- pañales, cremas, papeles del colegio de los chicos, recordatorios; ayer fue la primera noche en siete meses en la que dormí ocho horas seguidas -quizás ese sea el impulso que me ha llevado a escribir estas líneas- y yo queriendo terminar de escribir una novela.
"La novela", así como dicen los norteamericanos, "she is writing a novel" se ha convertido en la sombra que persigo como una sonámbula desquiciada en mis pocas horas de lucidez. A diferencia de Tina, mi síntoma no pasa por el bourbon ni por las pastillas -¡ojalá tuviera el coraje de hacerlo!-, en mi caso es una somnolencia crónica que me impulsa a derrumbarme a cada paso en un sillón diferente y la novela. Ese sillón, claro, siempre está plagado de juguetes, cajas, ropa, pañales, libros, o en el peor de los casos por personas que reclaman mi atención constante, por lo cual jamás me desplomo del todo. Y la novela es un cuaderno Gloria y un pen drive que llevo en la cartera. No quiero ser injusta conmigo, también tengo un libro de poemas que está listo o casi listo. Y dos cuentos para niños que esperan todavía la respuesta de una editorial. Pero sobre todo esta la novela. Ese cuaderno Gloria escrito a mano porque sentarme en la computadora hace meses que es complicadísimo, y ese pen drive que -temo aceptar- no sé exactamente dónde está. Valga como catarsis esta entrada. Si Tina lo hizo en los sesenta; si Tina, la protagonista de la novela de Kaufman -¡sí! me identifico con los personajes de las novelas por eso amo el género!- pudo escribir lo que le pasaba, ¿por qué no yo?
Hace tiempo que lo que pienso sobre la literatura y la vida trato de incluirlo en las pequeñas reseñas que escribo en la revista del diario. Y en relación a lo que me despertó el libro de Kaufman, van estas preguntas en medio de la tormenta que se viene -aseguran en la radio que hoy llueve-: ¿qué leemos los que leemos a modo de trabajo? ¿qué se espera que leamos? Debe ser como las canciones: te llevan o no te llevan. Pero, cuándo te llevan, ¿pueden hacerlo a algún lugar que no sea siempre íntimo, personal?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)