Dos grandes amigas mías están lejos. Vero en Chicago -aunque parece, pasaba Navidad en Costa Rica- y Gime en España. La primera vive en Bariloche y se fue a esa Chicago a raíz de un postdoctorado del marido, Gime se acaba de doctorar y está en Santiago de Compostela, o estaba al menos. Para ellas este fragmento de uno de los poemas más hermosos de Elisabeth Bishop. Un deseo que me inavdió en plena noche, con la compu ya apagada, con los chicos todavía sin dormir: Gime, Vero, please come flying!
Invitation to Miss Marianne Moore
From Brooklyn, over the Brooklyn Bridge, on this fine morning,
please come flying.
In a cloud of fiery pale chemicals,
please come flying,
to the rapid rolling of thousands of small blue drums
descending out of the mackerel sky
over the glittering grandstand of harbor-water,
please come flying.
Whistles, pennants and smoke are blowing. The ships
are signaling cordially with multitudes of flags
rising and falling like birds all over the harbor.
Enter: two rivers, gracefully bearing
countless little pellucid jellies
in cut-glass epergnes dragging with silver chains.
The flight is safe; the weather is all arranged.
The waves are running in verses this fine morning.
Please come flying.
Come with the pointed toe of each black shoe
trailing a sapphire highlight,
with a black capeful of butterfly wings and bon-mots,
with heaven knows how many angels all riding
on the broad black brim of your hat,
please come flying.
Bearing a musical inaudible abacus,
a slight censorious frown, and blue ribbons,
please come flying.
Facts and skyscrapers glint in the tide; Manhattan
is all awash with morals this fine morning,
so please come flying.
Mounting the sky with natural heroism,
above the accidents, above the malignant movies,
the taxicabs and injustices at large,
while horns are resounding in your beautiful ears
that simultaneously listen to
a soft uninvented music, fit for the musk deer,
please come flying.
For whom the grim museums will behave
like courteous male bower-birds,
for whom the agreeable lions lie in wait
on the steps of the Public Library,
eager to rise and follow through the doors
up into the reading rooms,
please come flying.
We can sit down and weep; we can go shopping,
or play at a game of constantly being wrong
with a priceless set of vocabularies,
or we can bravely deplore, but please
please come flying.
With dynasties of negative constructions
darkening and dying around you,
with grammar that suddenly turns and shines
like flocks of sandpipers flying,
please come flying.
Come like a light in the white mackerel sky,
come like a daytime comet
with a long unnebulous train of words,
from Brooklyn, over the Brooklyn Bridge, on this fine morning,
please come flying.
jueves, 23 de diciembre de 2010
Feliz Navidad
sábado, 11 de diciembre de 2010
Empecé
Ha sido un año duro. Hermoso, felicísimo, pero cansador. Mucho agotamiento físico producto de despertarme dos, tres, cuatro veces en la misma noche. Por eso amerita anunciar que estoy oficialmente de vacaciones. Nada de escribir por encargo, nada de nada. Que lecturas y ganas de escribir no faltan. Así que me pongo un poco al día: para las vacaciones: La isla, último libro de poemas de Mercedes Araujo, Abundancia, la novela ganadora del premio Letra Sur de Mori Ponsowy y me llevo Ana Karenina, para sumergirme un poco más en la literatura de mi nuevo amigo, Tolstoi. Y hasta febrero a escribir mi historia. O al menos a esbozarla.
martes, 7 de diciembre de 2010
11.05 PM: terminé.
Tengo poco tiempo para escribir lo que sigue. 8 minutos exactamente, aunque me doy el permiso de 5 más para releer. Sucede que de lo contrario, corro el riesgo de quedarme acá en este horno que es el "cuartito de la compu" y que será en algún futuro, espero, no muy lejano, un escritorio durante demasiado tiempo. Cuestión que, sólo tengo ahora 7 minutos porque de verdad, lo único que mi cuerpo pide en en este caluroso día es tirarse en la cama con las patas para arriba a descansar frente a la tele. Pero, así son las cosas, chequeo por últimoa vez los mails, miro FB y me detengo en el blog de Daniel Link que hace miles de años que no visito. Y ahí mi emoción. Porque siempre me pasa lo mismo con Link. Sus libros de crítica me encantan, no leí los de ficción (sospecho que no me van a fascinar como si me sucede con la obra teórica) pero lo que más me sorprende, siempre, es la rapidez de su pensamiento, ni hablar de la biblioteca que tiene encima. Y me acuerdo cuando trabajaba en una horrible empresa financiera -yo- y combatía el tedio leyendo el blog de Daniel Link. Seguramente habría otros blogs mucho más jugosos para leer por ahí, pero no sé, el de DL me conectaba con la teoría, con una manera de pensar la literatura -que siempre fue como un nirvana para mí en relación al mundo laboral, es decir al trabajo de secretaria, a la corporación, etc) con la mente de un tipo que es capaz de las lecturas más interesantes y alocadas. Y aquí va lo que leí en su blog y me retuvo en este calurosísimo espacio de mi calurosísimo departamento a las 10.59 (sólo me queda 1 minuto) de la noche. En lo que dice DL hay muchas cosas a las que adhiero, además de tener -yo, nuevamente- una malsana inclinación hacia el chisme académico. Coincido con él en esto que señala sobre lo interesante que es escuchar hablar a aquellos expertos en por ejemplo, liteartura medieval. Tengo una amiga que es mi gran orgullo en este sentido: se acaba de doctorar en literatura gallego portuguesa en España. Gime. Y yo a veces me encuentro cual vieja de 200 años, pensando: Claro, Gime sabe sobre tal o cual cosa. Porque su corpus es posible de ser aprendido. Hay Historia, Filosofía, toda una gama de saberes implicados. Si hablamos de literatura argentina contemporánea, como de alguna manera dice DL, tendremos que recurrir a la experiencia. No es poca cosa, claro. Pero, y esto es seguro, se trata de otra cosa. Algo tan vasto como la vida.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
Un día de suerte
Fui y vine dos veces. Primero solo con Mateo que se portó como un duque. Lucio ensayaba el acto de fin de año en el teatro -sí, nuevamente; pero este año está muy entusiasmado. Habíamos quedado con Selma Ancira -la traductora de los diarios y la correspondencia de Tolstói, invitada al homenaje en la BN - en encontrarnos a las 4 y cuarto, pero se le hizo tarde, así que fui volando a buscar a Lucio y después volví a la BN y ahí estaba Selma con todos estos regalos para mí. Hay regalos y regalos. Yo ya, por el título sabía que este relato de Tolstói, La tormenta de nieve, me iba a encantar. Esta es la versión de Selma, así que debe ser un lujo. Y la tapa. Esos copos de nieve que flotan cual planetas (qué lindos son los libros de Acantilado!). Selma me había traído también una novela que tradujo del griego y lo más lindo de lo lindo: algunos poemas de Tsvietaieva traducidos por ella -ella es su gran traductora y como me dijo por teléfono: "Marina T. forma parte de mi vida"- y musicalizados por Elena Frolova. Es una delicia, algo precioso.
Para la foto -ahora que los niños duermen, S salió y yo hago cosas de niños como sacarle fotos a mis objetos favoritos- los puse arriba del almohadón que compré hace un par de días. Como los gatos: mi almohadón.
Gracias Selma! Toda una eminencia en traducción y una mujer dulcísima y generosa.
Qué buen día.
jueves, 18 de noviembre de 2010
Yo viví una novelita de Aira
Luego de diez años de demorar un trámite, ayer, en lo que promete ser una seguidilla de acciones tendientes a completar eternos temas demorados, me dirigí, con el rumor de la clase de “ritmos latinos” todavía en el cuerpo, a la sucursal 013 del Citibank. Mi objetivo era simple: dar de baja una caja de ahorro, una cuenta corriente y una tarjeta Máster, resabios de la época en la que trabajaba en aquella empresa multinacional y estudiaba Letras.
Todo lo relacionado con esas cuentas me estresaba: la idea de cerrarlas, de ir a microcentro, de esperar eternamente a que me atendiera un ser humano en el teléfono, en fin, durante por lo menos cinco años me resultó más simple seguir pagando el gasto fijo que me generaban por mes, que someterme a la experiencia Citi. Sin embargo, como dicen en la tele “la realidad suele superar a la ficción” y aquí estaba yo dispuesta a comprobarlo.
Para empezar, en la calle Florida un hombre vendía un precioso burbujero a pilas –casi igual a uno de los Power Rangers que teníamos en casa y que Mateucho estrelló contra el piso- e inundaba el aire de pelotitas translúcidas, flotantes, perfectas. No lo compré, pero atravesé la calle Florida sorteano burbujas de colores, maravillada -¡¿cómo sabía el vendedor ambulante que en casa amábamos las burbujas?! Así, embobada, entré al banco, subí al entrepiso. Lo hice a través de una escalera ancha, palaciega en el sentido USA, y yo sola subiéndola. Me recibió detrás del mostrador un chico bellísimo. Porque esa es la palabra: era como un Adonis, de esos que contratan en los bares de strippers, con una camisa blanca al cuerpo, el pelo mojado con gel, bronceado. Son palabras que lo describen a la perfección: bronceado, gel, al cuerpo. Se lo veía nervioso: había mucha gente esperando ser atendida por un oficial de cuentas. Otro empleado se le acercó, también con el objetivo de hacerle una pregunta. Era perfecto. Con esa perfección ambigua de los gimnasios. Se hablaron con cierta aspereza, el segundo empleado, incluso, hizo un gesto desagradable al retirarse. Todos se movían con gracia, iban, venían. Lo cual no contradice mi oración anterior. Se movían con gracia, con premura, siempre con el nerviosismo propio de la eficiencia. Le comuniqué mi objetivo; dar de baja las cuentas. “Deberán estar en cero” me dijo. A lo que respondí que sí, ya lo sabía –cuántas veces había ensayado esta conversación en casa, había previsto los posibles “peros”, los obstáculos para concretar el cierre. Le pregunté si era necesario hacer el depósito por las máquinas o se podía hacer a través de un cajero. “Un cajero”, respondió apurado, como concentrado en otra cosa. “Un cajero, ¿humano?”, insistí, quería tener las premisas claras, ya se sabe que en los bancos siempre prefieren las máquinas para los depósitos chicos. “Sí, sí, claro”, respondió. En eso una mujer bellísima, con dos perfectas siliconas y una musculosa ceñida se acercó y tomó asiento al lado de él: se ve que venía a sacarlo de algún apuro, algo que lo tenía molesto. Sin embargo, apens se miraron, lo que acentuaba el misterio de toda la escena. Bajé a hacer el depósito. Para mi sorpresa casi no había gente en la fila para las cajas. Supuse que me reclamarían la Citicard –la tarjeta Banelco del Citi-, que me dirían que el depósito por cajeros humanos tenía un costo extra. Pero no, regresé con un talón firmado. Todo estaba en cero. Eludí la fila de gente que se había amontonado frente al Adonis. “Ya volví”, le dije. A lo que contestó, luego de ingresar mi dni en una computadora: “Te va a atender Yamila”.
Todo lo relacionado con esas cuentas me estresaba: la idea de cerrarlas, de ir a microcentro, de esperar eternamente a que me atendiera un ser humano en el teléfono, en fin, durante por lo menos cinco años me resultó más simple seguir pagando el gasto fijo que me generaban por mes, que someterme a la experiencia Citi. Sin embargo, como dicen en la tele “la realidad suele superar a la ficción” y aquí estaba yo dispuesta a comprobarlo.
Para empezar, en la calle Florida un hombre vendía un precioso burbujero a pilas –casi igual a uno de los Power Rangers que teníamos en casa y que Mateucho estrelló contra el piso- e inundaba el aire de pelotitas translúcidas, flotantes, perfectas. No lo compré, pero atravesé la calle Florida sorteano burbujas de colores, maravillada -¡¿cómo sabía el vendedor ambulante que en casa amábamos las burbujas?! Así, embobada, entré al banco, subí al entrepiso. Lo hice a través de una escalera ancha, palaciega en el sentido USA, y yo sola subiéndola. Me recibió detrás del mostrador un chico bellísimo. Porque esa es la palabra: era como un Adonis, de esos que contratan en los bares de strippers, con una camisa blanca al cuerpo, el pelo mojado con gel, bronceado. Son palabras que lo describen a la perfección: bronceado, gel, al cuerpo. Se lo veía nervioso: había mucha gente esperando ser atendida por un oficial de cuentas. Otro empleado se le acercó, también con el objetivo de hacerle una pregunta. Era perfecto. Con esa perfección ambigua de los gimnasios. Se hablaron con cierta aspereza, el segundo empleado, incluso, hizo un gesto desagradable al retirarse. Todos se movían con gracia, iban, venían. Lo cual no contradice mi oración anterior. Se movían con gracia, con premura, siempre con el nerviosismo propio de la eficiencia. Le comuniqué mi objetivo; dar de baja las cuentas. “Deberán estar en cero” me dijo. A lo que respondí que sí, ya lo sabía –cuántas veces había ensayado esta conversación en casa, había previsto los posibles “peros”, los obstáculos para concretar el cierre. Le pregunté si era necesario hacer el depósito por las máquinas o se podía hacer a través de un cajero. “Un cajero”, respondió apurado, como concentrado en otra cosa. “Un cajero, ¿humano?”, insistí, quería tener las premisas claras, ya se sabe que en los bancos siempre prefieren las máquinas para los depósitos chicos. “Sí, sí, claro”, respondió. En eso una mujer bellísima, con dos perfectas siliconas y una musculosa ceñida se acercó y tomó asiento al lado de él: se ve que venía a sacarlo de algún apuro, algo que lo tenía molesto. Sin embargo, apens se miraron, lo que acentuaba el misterio de toda la escena. Bajé a hacer el depósito. Para mi sorpresa casi no había gente en la fila para las cajas. Supuse que me reclamarían la Citicard –la tarjeta Banelco del Citi-, que me dirían que el depósito por cajeros humanos tenía un costo extra. Pero no, regresé con un talón firmado. Todo estaba en cero. Eludí la fila de gente que se había amontonado frente al Adonis. “Ya volví”, le dije. A lo que contestó, luego de ingresar mi dni en una computadora: “Te va a atender Yamila”.
Yamila. Yamila era también perfecta. Con esa perfección trabajada a fuerza de rutinas de gimnasio, tratamientos, cremas. Su escritorio estaba pegado al de otros trabajadores iguales a ella. Lindos, feos, no importa: sus cuerpos emanaban brillo, esplendor. Con una eficiencia descomunal, Yamila, ingresó varios datos en el sistema –mientras yo leía las palabras dibujadas en la pared: sueños/ realidades decía, y ambas palabras estaban unidas por un arco, un puente, la posibilidad que brindaba el banco- estuvo largos minutos tipeando números y letras hasta decirme: “la caja de ahorro no se puede dar de baja, tiene títulos.” ¿Títulos?, pregunté. ¿Acaso eso significaba que el trámite no se iba a poder completar, o, quizás sólo quizás, significaba que me había quedado plata por cobrar del corralito? Lo primero era desmoralizador, lo segundo me llenaba de alegría. Yamila supo manejar al situación. Se puso de pie y anunció a una compañera de ella que, cuando se desocupara vendría a explicarme la situación. Visualicé una espera larga, un desgaste que me llenaría de impaciencia y me obligaría a posponer una vez más el trámite. Nuevamente, no fue así. La compañera de Yamila, una chica de belleza quizás más estándar pero de medidas perfectas, me dijo con una sonrisa: “la cuenta tiene títulos adheridos, así que no se puede dar de baja”. ¿Eso significa que tengo plata para cobrar?, quise saber. “No necesariamente,” respondió con una sonrisa luminosa, “puede que sean ficticios.” Ficción o realidad, no me importó. Al contrario, me pareció una respuesta poética, tan embriagada estaba en el aura de estos seres dorados y hermosos. Tampoco me importó irme sin saber cuándo se dilucidaría el misterio: “La fecha de liberación de los títulos es incierta”, me decía la chica como a través de un sueño. Y así me fui. Con el 70% del objetivo cumplido: cerradas la cuenta corriente y anulada la tarjeta. La caja de ahorra, “que no te genera ningún gasto”, quedó con sus títulos adheridos cual gatos de uñas afiladas.
Salí, convencida de que después de las 15, solos, los empleados del banco se reunirían posiblemente a celebrar algún ritual new age; a respirar quizás, que se usa tanto, y después probablemente participaran, a puertas cerradas, de alguna rutina de ejercicios con un claro matiz sexual.
Ya afuera –“para salir mantenga el botón rojo apretado”, rezaba un cartel en la puerta- llamé a mi hermano para tomar un café. Trabaja cerca; es abogado. Nos sentamos en la mesa del bar y, después del relato, me pidió que le mostrara el comprobante de cierre de las cuentas. Le extendí una fotocopia un poco borrosa, como esos faxes que con el correr del tiempo van perdiendo su tinta. “Pero esto es copia, ¿y el original?”, me preguntó con impaciencia. De nada sirvió que le explicara que se trataba de gente maravillosa, delgada, con el cuerpo perfeccionado por los implantes, de piel dorada y brillante.
domingo, 14 de noviembre de 2010
El escritor (Fabio Morábito) y la novela rara
Llegamos tarde. Habíamos citado a la baby sitter a las siete pero, ya sabíamos, teníamos que darle de comer a las criaturas, o al menos a la más pequeña, y asegurarnos de que todo quedara en orden. En un orden relativo y posible de manejar para la babysitter de veintidós años. Así que fue casi a las siete y media que salimos y a las ocho que llegamos. Cada vez que nos vamos, así, de casa, tenemos una sensación adolescente como de estar escapándonos de algo. Huimos -¡por suerte!- de nuestros hijos. Y en la oscuridad del taxi, alumbrados por los pestañeos rojos y verdes de las luces de los autos, nos sentimos bien.
Cuando llegamos, el escritor –era nuestro querido Fabio Morábito pero podría haber sido otro a los fines de esta crónica- respondía con mucha soltura las preguntas de Jorge Fondebrider sobre sus cuentos, Buenos Aires, México, etc. El encuentro era en Eterna Cadencia, pero no importa, también podría haber sido en cualquier otro lugar. Luego llegó el tiempo de las preguntas del público. Momento incómodo si los hay: nadie pregunta nada, o por supuesto, el que comienza a preguntar es alguien que nunca leyó al autor y que simplemente pasaba por ahí y tenía ganas –como en este caso- de decir que había leído a Pavese. Morábito sorteó la inentendible pregunta con soltura y glamour. Luego llegó el turno de una correctora: todo bien por ese lado también. Morábito nadaba como pez en el agua -amo esa expresión, déjenme usarla- y hablaba de sus cuentos, de su poesía. Lo codeé a S: “deberías preguntar algo vos, seguramente de toda la gente que está acá, sos el que más leyó”, le dije. Y, para mi sorpresa S, preguntó. Y la pregunta fue muy concreta: apuntaba a la novela de Morábito, Emilio y los chistes. Era una pregunta elogiosa –a S le encantó la novela- pero de alguna extraña manera tocó una fibra particular de Morábito que hizo que su mirada se ensombreciera apenas un poco y no encontrara tan fácilmente como antes la respuesta o el comentario apropiado.
Cuando llegamos, el escritor –era nuestro querido Fabio Morábito pero podría haber sido otro a los fines de esta crónica- respondía con mucha soltura las preguntas de Jorge Fondebrider sobre sus cuentos, Buenos Aires, México, etc. El encuentro era en Eterna Cadencia, pero no importa, también podría haber sido en cualquier otro lugar. Luego llegó el tiempo de las preguntas del público. Momento incómodo si los hay: nadie pregunta nada, o por supuesto, el que comienza a preguntar es alguien que nunca leyó al autor y que simplemente pasaba por ahí y tenía ganas –como en este caso- de decir que había leído a Pavese. Morábito sorteó la inentendible pregunta con soltura y glamour. Luego llegó el turno de una correctora: todo bien por ese lado también. Morábito nadaba como pez en el agua -amo esa expresión, déjenme usarla- y hablaba de sus cuentos, de su poesía. Lo codeé a S: “deberías preguntar algo vos, seguramente de toda la gente que está acá, sos el que más leyó”, le dije. Y, para mi sorpresa S, preguntó. Y la pregunta fue muy concreta: apuntaba a la novela de Morábito, Emilio y los chistes. Era una pregunta elogiosa –a S le encantó la novela- pero de alguna extraña manera tocó una fibra particular de Morábito que hizo que su mirada se ensombreciera apenas un poco y no encontrara tan fácilmente como antes la respuesta o el comentario apropiado.
“Tardé quince años en escribirla”, dijo. Y siguió contando cómo la idea de la novela en cuestión lo había perseguido durante todo ese tiempo y él, sin encontrar la manera de escribirla o desarrollarla, hasta que hace unos años en Buenos Aires, le encontró la vuelta, que le dicen. Morábito parecía recordar algo oscuro y lejano, difícil de asir, problemático incluso en su resultado del que no parecía del todo satisfecho. Respondió haciendo largas pausas, mirando para adelante como si en lugar del terreno sólido de sus cuentos –por más raros o diferentes que estos sean- se estuviera adentrando en un espacio mucho más denso y fangoso. Lo interesante de este cambio de clima en la reunión era que conectaba al escritor con su parte más oscura pero a la vez más vital; ni siquiera digamos parte más oscura que es demasiado dramático sino duda, pregunta, la piedra en el zapato. Ese sótano en el que de pronto se convirtió la librería hip del momento, era a mí entender mucho más interesante que lo otro: la charla en relación a lo que estaba logrado, es decir los cuentos, el poema. Morábito es encantador, sabe hacer chistes, abunda en analogías –el cuento es como un amante, la novela un matrimonio, decía- tiene ese acento mitad italiano y mitad mexicano que seduce pero, de verdad que lo interesante era el otro Morábito, el que tenía las cosas mucho menos claras, el que podía descolocarse un poco. Que esta sensación de incomodidad sea trasladable a una novela me parece interesantísimo. Pienso en las novelas que me gustan y son de este estilo. Pienso en Los incompletos, de Chejfec, o en El trabajo de Jarcowsky, o en un clásico La muerte de Iván Ilich de Tolstói. A diferencia de muchas otras donde todo está diseñado, calculado. No sé, de verdad no sé no sé cómo se escribe una novela. Ni siquiera sé muy bien qué es, hoy por hoy, una novela. Morábito, por lo que dijo la otra noche, también se hace esta misma pregunta, solo que a diferencia de mí, va y escribe Emilio y los chistes.
Nos hubiésemos quedado, con S, a comer. Quizás teníamos suerte y nos invitaban a la misma mesa que Morábito. Todo hubiese sido muy cordial. Pero la babysitter no podía quedarse hasta las once. Así que salimos disparados en un taxi, y una vez en casa disfrutamos que los chicos ya estaban dormidos. Algunas veces un matrimonio –una novela- también es como la relación de los amantes, poco clara, ambigua, emocionante. Al menos para la mente propensa al drama de esta novelista en potencia.
Nos hubiésemos quedado, con S, a comer. Quizás teníamos suerte y nos invitaban a la misma mesa que Morábito. Todo hubiese sido muy cordial. Pero la babysitter no podía quedarse hasta las once. Así que salimos disparados en un taxi, y una vez en casa disfrutamos que los chicos ya estaban dormidos. Algunas veces un matrimonio –una novela- también es como la relación de los amantes, poco clara, ambigua, emocionante. Al menos para la mente propensa al drama de esta novelista en potencia.
sábado, 9 de octubre de 2010
Las cebras de Mercedes Araujo
A ver: son las nueve de la noche y con la excusa de: voy a sacar del freezer una carne para mañana y apago la compu, no? me vine corriendo a la cocina y al cuartito que hay al lado del lavadero, es decir a lo que llamamos escritorio. Saqué la carne y estaba por apagar la compu cuando me encontré -es decir: me puse a mirar blogs vecinos y la encontré- esta foto en el blog de otra amiga, Mercedes Araujo. Todas las fotos que publica y que saca ella son buenísimas. Pero esta... es increíble. La textura del pasto, o deberíamos decir hierba, porque pasto es lo que hay en las plazas, en el fondo de casa, esto es como una sucesión de líneas dibujadas a plumín, con la dedicación del dibujante hiperrealista y después las cebras superpuestas a la minuciosidad de ese suelo, con sus rayas definidas, tan plenas de color. Ese contraste entre el fondo y la piel del animal, su relieve, hace de la foto algo impactante. Dos de las cebras miran la lente de Merce, es decir que ahora nos miran a nosotros. Son imponentes pero a la vez hay algo de hijos o de hijas en la manera en la que clavan esos ojos redondos y pequeños. El blog es cartas desde el jardín. Y dan ganas de que Merce me invite a ese mundo a tomar un té, prometo no pisar las margaritas, ni molestar demasiado al perro.
Ya sin excusas, o colmada mi curiosidad por esta noche, me voy a dormir.
Súbito "este es el fin"
"Siempre me divierten tus estados de súbito este es el fin", me escribe una amiga, cuyo blog calurosamente recomiendo tierrastroll.blogspot.com (y su novela El molino editada hace unos años por Bajo la luna), en referencia a mis posts. Me dió mucha gracia, porque tiene razón: será que me cuesta tanto encontrar el tiempo para escribir en el blog (el hecho de que me hayan bloqueado lel acceso en la compu del laburo ciertamente colabora en esta dificultad) que cada vez que lo hago siento que va a ser la última. Eso sumado a mi percepción de la realidad: siempre en el límite con lo dramático (herencia clara de mi madre). Por suerte -¿o gracias a Dios?, qué dilema para un sábado a las 5 de la tarde- estos estados se combinan con días y días enteros en los que voy de acá para allá medio tentada de la risa. Digo: la realidad cuando uno logra no tomársela personalmente es muy cómica. Claro que cuando uno esta de malas es imposible no ver el maquiavélico plan gestado en contra nuestro, después de todo el sistema laboral es injusto, la paga es poca, las relaciones siempre son asimétricas, etc, etc, etc. Pero si uno logra tomar distancia, separar la paja del trigo y convencerse -no resignarse, eh, eso no, siempre vendrán días medio bajón para que uno recupere su justo enojo- de que hay cosas con las que, por más rabia que den, seguiremos lidiando, es posible tener un tono más celebratorio. En fin. Una recomendación par el fin de semana: Hebe Uhart.
domingo, 3 de octubre de 2010
¿No escribo, escribo poco, qué escribo?
Últimamente tengo la sensación de no estar escribiendo nada. Paradójicamente se trata del momento en el que más trabajo tengo: es decir cuando más tengo que escribir por encargo. Y sin embargo -o justamente por eso, nada de poemas, nada de ficción. Siempre fui terriblemente dramática de manera que hay una vocecita interna que me dice: este es el fin, estás atrapada en las redes de la escritura utilitaria, caíste en tu propia trampa. Claro que después reflexiono y pienso: escribir es, después de todo lo que más me gusta hacer, así que, mientras tengo pocas ideas para escribir "lo mío", escribir según el tono de otro, al menos ejercita la mano. Pero, ¿qué es lo mío? Cuando trabajaba en una multinacional atendiendeo el teléfono, me decían: "Claro, no es lo tuyo" La misma frase se replicó exacta en al menos otros 6 trabajos que tuve a lo largo de mi vida laboral. Que no fuera lo mío me habilitaba a estar medio frustrada, enojada, de mal huor, esperando esa oportunidad de, finalmente, trabajar "en lo mío". Y ahora, que lo mío sigue siendo un tiempo lejano -quizás más accesible- pero imposible pienso lo siguiente: entre tanta escritura por encargo, entre tanto "periodismo" -aunque nunca pueda denominarme a mi misma periodista sino más biene escritora o escribiente o escribidora, ojalá existiera un mote para denominar a quien escribe y quitarle todo misticismo- lo mío son los restos. Los restos de la información: esas descripciones largas, esas largas vueltas del lenguaje, esos recovecos. Por eso me persigue la sombra de alguna novela que alguna vez comencé a escribir y nunca terminé. Pero gratamente: porque se trataba de seguir al lenguaje. Por eso me gusta Chejfec. Por eso amo a Saer. Por eso, supongo, escribo poesía. Porque la literatura es un lujo. Y así la entiendo. Lo mío, supongo, ese territorio siempre un poco más allá, siempre un poco postergado, siempre ahí, es ese espacio residual de las historias. Ese lujo -y no por lujoso, brillante o costoso en cuanto "de gran valor". No. El lujo es también lo que se deja de lado, lo que sobra, lo que la máquina trituradora de historias obliga a descartar´.
Y aquí dej de escribir: afuera hay un sol perfecto.
jueves, 30 de septiembre de 2010
Rutina, ómnibus, poema, en Escritores del mundo
Palestina (ex Rawson), Pringles, Yatay, Estado de Israel. Repito en silencio para mí: Palestina, Pringles. Vuelvo a empezar: F. Acuña de Figueroa, Gascón, Palestina. El colectivo avanza y una puede leer, cómoda, los carteles de las calles perpendiculares a Guardia Vieja, esas que el noventa y dos atraviesa, también, sin apuro. Sigue acá.
jueves, 2 de septiembre de 2010
La olla que hace puf puf
Estoy viendo qué voy a leer esta noche (por la lectura de Bombplan del jueves pasado). Me pongo a revisar en mi librito súper inconcluso, ese que se llamará algo así como Bucólico paisaje de clase media. Pero me cuesta elegir. Tampoco son muy nuevitos. Algunos tienen ya más de dos años, por ejemplo. (UY! qué viejos, diría con ironía una poeta que conozco). Y bueno, es lo que tengo. Ahora, ¿por qué me resulta tan difícil elegir entre esos poemas? Hay una frase que me resuena en la cabeza cual pajarito de la propaganda: "cuando uno cree que el mundo es el propio jardincito, las labores de la casa y la olla que hace puf puf, ganó el otro", le decía Juana Bignozzi a Fondebrider en Ñ. Y esa frase es determinante. Es terrible. Medio lapidaria. Pero, lamentablemente, la creo. Hay que pasar la prueba de esa frase. ¿Qué es el mundo, qué es lo propio, quién es ese otro que ganó si uno cree que lo propio es tan pequeño? ¿Qué guerra debería uno estar peleando? S siempre me dice que hay una guerra, pero que está afuera. Yo, sin embargo, la veo adentro. Afuera también, claro. Pero sobre todo adentro. ¿Eso me coloca en ese universo de "la olla que hace puf puf"? Y sí, soy cola de paja. Hay algo en esa frase que me toca. Y para rematar dejo picando otra, esta de vez de Walsh, con quien me reencontré a partir de un libro que me tocó reseñar y que lo tiene en el centro de la trama: "pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez." Y buena semana.
jueves, 26 de agosto de 2010
martes, 24 de agosto de 2010
La moneda de cinco centavos
El pasaje que me lleva todos los días al trabajo sale un peso con veinte. Ni uno con venticinco ni uno con diez. Uno con veinte. A veces pienso que puede que sea menos, quizás uno con diez. Sobre todo cuando apenas llego a ese uno con veinte en monedas. Pero no me atrevo a preguntar. Alguna vez tuve una conversación violenta con un chofer, por un tema así, de centavos y desde ese día prefiero ir a lo seguro: si no tengo uno con veinte hago todo lo posible por conseguirlos. Es, de alguna manera, el precio que yo le he puesto a ese recorrido, y hay algo de eso -ahora que me detengo a pensarlo- que me gusta. (Seguramente habrá quien diga: esa es la ilusión de la libertad democrática; sí, bueno puede que sí, o puede que mi pequeña mente al estilo Madame Bovary elija pensarse sino libre, al menos presa de pequeñas ilusiones como esta, valga el cliché)
De manera que quizás sea eso y punto. Una decisión que tomé: cuánto me sale ir a trabajar. Pero sigamos: para llegar a esa suma, si no tengo cambio hago lo que todos: gasto y gasto billetes de dos para dar con el cambio exacto, tiro las monedas en el fondo del bolsillo de la cartera o el pantalón y, cuando llega el cole, me subo. En general ahí vuelvo a buscar las monedas. Vaya a saber porqué no las aprieto en la mano cual tesoro desde el vamos -después de todo, conseguirlas es tan complicado. Busco, entonces, las monedas en el bolsillo de la billetera, apurada, siempre a último momento -sé que las tengo, claro, ya me hice del cambio- pero las monedas de cinco y diez centavos son como miguitas de pan entre las más grandes y se pierden indefectiblemente: las de veinticinco y cincuenta les ganan en peso y tamaño y son las que en general meto en la maquinola del 92. (Las de uno peso pertenecen a otra categoría definitivamente. Significan casi el total del pasaje y no vienen a cuenta.) Cada vez que voy a decir el precio del pasaje pienso que sería mejor decir un peso con veinticinco, como para no tener esas moneditas de cinco dando vueltas por mi cartera, mis bolsillos, la mesa donde a veces vacío el contenido de la cartera, las manos de los chicos, etc. Es decir: si la cifra es redonda (en el sentido casi literal de las monedas grandes y pareciera más redondas que las otras, las pequeñitas, los granitos de arena) nada sobra. Nada molesta. Si dijera uno veinticinco no tendría esta familia de monedas desperdigadas por la casa. Aunque quizas sea justamente por eso que estoy tan aferrada a mi "uno con veinte". Porque quiero que me sobren esas monedas como si fuesen fragmentos recuperados de algo mayor (de hecho lo son), como si fuesen un pequeño lujo (tan pequeñas, tan proclives a perderse), un talismán, la posibilidad de algo, algo que no es simplemente la "suma de las partes" porque contadas son las veces que logro reunir tantas moneditas de cinco como para comprar un nuevo pasaje. Ellas son otra cosa y hacia allá vagan, con un rumbo preciso que sólo ellas conocen.
Hoy al mediodía, como casi todos los días, fui a buscar a mi hijo al jardín. Íbamos caminando, así medio cansado él, medio apurada yo pero cantando, o corriendo carreritas -así de ídilico como parece ser es, perdone el descreido- convenciéndolo de que la carne que lo esperaba en casa era de verdad "su comida favorita" cuando, en el medio de la calle vi algo que brillaba. Era una moneda de cinco centavos. "Trae suerte", le dije a Lucio y la guardé en el bolsillo de atrás de mi jean. Claramente, durante el día no la usé. ¿para qué puede servir una moneda de cinco centavos? Seguramente ahora, cuando me vaya a dormir y el pantalón cuelgue de su percha, la monedita ruede, con convicción y tranquilidad hacia su destino.
domingo, 8 de agosto de 2010
sábado, 31 de julio de 2010
Temporada de invierno en el diario El litoral de Santa Fe
Aquí el link a una reseña que escribió Cecilia Romana para El litoral de Santa Fe y que titularon "El tiempo elástico" en alusión a uno de los versos del libro. Gracias Romana!
domingo, 25 de julio de 2010
Gogol, Buzz Lightyear y las vacaciones
No es literario este post; aunque un poco sí. Porque la obra de teatro a la que llevé hoy a L es sobre el cuento de Gogol, La nariz. Y también porque la vida es literaria. Pero, además de recomendar fervientemente que lleven a sus niños a ver La Nariz, hace varios días que pienso en esto de las "vacaciones de invierno" y era lo que quería escirbir hoy. No voy a lamentarme de las corridas -como todos los padres voy de acá para allá e intento arreglar cuestiones imposibles en el trabajo que me liberen unas horas para estar con L, sobre todo. De lo que se trata, con un optimismo insólito en mí, es en compartir esto de los vacaciones de invierno. No las vacaciones de invierno enlatadas. Sino las otras, las que hacen que L, por ejemplo, me diga: "Hoy son las vacaciones de invierno." Claro, qué le importa el plural. Qué le importa que sean 15 días. Son hoy, y eso es lo importante,
Aunque uno esté con mucho trabajo y muy poca plata es altamente recomendable la sensación de, cuando pasas a buscar a tu hijo a las corridas, con el mismo taxi que te fue a buscar al trabajo para no pagar una segunda "bajada de bandera", o cuando lo vestís rápido para ir a tomar el 92 y llevarlo un rato a "la oficina", estar de vacaciones. Y de vacaciones de invierno. Que, para mí, de chica, era sinónimo de una ciudad distinta, llena de teatros, cines, mirar tele hasta tarde, ir a la plaza, en fin; recuperar esa vivencia de la ciudad. Quizás tiene que ver con que hace días que fantaseo con la idea de ser turista en Buenos Aires. Pienso que tendría que haber nacido millonaria para que mi diaria sea ir de café en café, leyendo un libro, tomando notas. Ni siquiera pensando en los proyectos de escritura pendiente, sino en ser turista. Y, con L, puedo serlo por un rato. M todavía es chiquito y para él el mundo por descubrir es el de los juguetes del hermano. Escribo esto y escucho cual música de fondo: "Yo soy tu amigo fiel", la canción de Toy Story. La 1, la que L mirá y mirá sin parar y nos persigue como una sombra día tras días de las vacaciones.
Y bueno, buscando qué hacer llegué a La Nariz, en el Teatro El Cubo. Preciosa. La nariz paseándose cual princesa rusa en carroza por una Buenos Aires nevada. La nariz charlando con un guapísimo elefante en el Zoológico de Las Heras y República de la India. Digo: el trabajo de adaptación del cuento es muy, muy bueno. Juegan a favor las imágenes que se proyectan en la pantalla gigante: esto de la ciudad porteña nevada. Juegan a mi favor si se quiere: la nieve me lleva a lugares precisos del recuerdo. Así que dos recomendaciones: metánse de lleno en el universo "vacaciones" y vayan a ver La Nariz. Y una más: comprendan a Buzz Lightyear cuando en Toy Story 1 mira la pantalla de la tele, ve la publicidad que promociona el juguete que es él y se desmoraliza. Él no es un agente espacial (uy! no recuerdo ahora exactamente el nombre que se da a sí mismo) sino un juguete no volador. Hoy, creo entendí la película. Es el descubrimiento de Buzz de quién realmente es. Mi hijo la entendió de entrada y por eso pide desde que la vió un Buzz que pueda volar. Por eso mira la tele y me dice: "Decile mamá que sí puede volar". A lo que yo respondo: "No, L, no puede, ese es el problema". Y L me responde: "yo voy a hacer un Buzz que vuele". Hoy le encontró una posibilidad: un motor unido a un engranaje. Y va a volar, dice.
martes, 13 de julio de 2010
Oración en esta noche fría
Voy teniendo ganas de escribir poemas nuevamente. De a poco empiezo a imaginar la manera de hacerlo. Me propongo objetivos como este: todas las noches voy a leer un poema que me despierte a la idea de que sí hay una manera de escribir el primer verso. De que luego aparece la cadencia y de que sí se puede lograr algo decente.
Y lo haré aunque esté cansada, aunque todo, durante el día conspire para que ese momento no exista; prometo, juro que voy a leer un poema al menos todas las noches, comenzando por esta en la que iré al estante a buscar un libro cualquiera -estoy cansada de verdad- pero iré de todos modos y elegiré cualquiera, al azar. Y así, me reconociliaré con la vida diaria, el trabajo, la apatía, el desdén, el aburrimiento, el ahogo, etc., etc., etc. Luego, con el impulso que me dará ese momento de paz y energía del poema en la noche cerraré uno a uno mis pendientes más materiales: la cuenta del Banco que ya no uso y sólo me genera gastos, pagaré la cuenta del teléfono o al menos abriré el sobre para ver de cuánto es la factura y cuándo vence, pediré turno en el dentista, vacunaré a Mateo -esto quizás antes de todo el resto- y pondré en la cocina una especie de pizarrón donde iré anotando semana a semana el menú familiar. Y mi vida se pondrá en movimiento y dejará de una vez y para siempre de estar sometida a la inercia de la no-escritura. Amén.
Y lo haré aunque esté cansada, aunque todo, durante el día conspire para que ese momento no exista; prometo, juro que voy a leer un poema al menos todas las noches, comenzando por esta en la que iré al estante a buscar un libro cualquiera -estoy cansada de verdad- pero iré de todos modos y elegiré cualquiera, al azar. Y así, me reconociliaré con la vida diaria, el trabajo, la apatía, el desdén, el aburrimiento, el ahogo, etc., etc., etc. Luego, con el impulso que me dará ese momento de paz y energía del poema en la noche cerraré uno a uno mis pendientes más materiales: la cuenta del Banco que ya no uso y sólo me genera gastos, pagaré la cuenta del teléfono o al menos abriré el sobre para ver de cuánto es la factura y cuándo vence, pediré turno en el dentista, vacunaré a Mateo -esto quizás antes de todo el resto- y pondré en la cocina una especie de pizarrón donde iré anotando semana a semana el menú familiar. Y mi vida se pondrá en movimiento y dejará de una vez y para siempre de estar sometida a la inercia de la no-escritura. Amén.
lunes, 21 de junio de 2010
Sobre el ejercicio de la tarducción
El sábado se publicó en Ñ una nota que escribí en relación a la encuesta a traductores del blog del Club de traductores literarios de Bs As. No se puede descargar del sitio de Ñ, pero en el blog del club, se puede leer.
viernes, 18 de junio de 2010
Dejen al niño en paz
Hace tiempo que busco colegio para Lucio.
Sus tiempos de jardín se terminan -parece increíble que con sólo 3 años y medio haya algo que se termine para él- y me dicen que, si no lo inscribo en alguna institución ahora, en preescolar será demasiado tarde. Leyes del mercado en las que se vive.
Entonces vamos, S y yo de aquí para allá tratando de que algo nos convenza. Como soy un tanto bocona, termino contándole a todo el mundo mis inquietudes y claro, después hay que bancarse a todo el mundo opinando.Algo que me tiene un poco cansada: el discurso de conocidos y amigos que dicen: "yo mandaría a mi hijo a la escuela pública pero...." Y pagan cuotas carísimas y no consideran de verdad la educación pública, pero se ve, les gusta decirlo. Pero tratemos de pensar por lo positivo y no por lanegación.
En cada reunión los directivos de cada colegio intentan convencernos de que su "proyecto" es el mejor. Y cómo. La última, y la más simpática, fue la de ayer. Un colegio súper progre de sistema italiano, carísimo -no sé ni cómo lo hubiéramos pagado. Las instalaciones eran dignas de Disneylandia. Pero una Disneylandia intelectual: la sala de 4 tenía en las paredes dos cartulinas -entre muchas otras cosas- con citas de La poética del espacio, de Bachelard. Era increíble, uno diría: ¿es necesario?, ¿qué aporta, por dios? En lugar de un horario donde dijera: lunes, plástica/ martes, música, etc., el pizarrón lo ejemplioficaba con fotos de los niños "en acto". Cada banco, cada mesa, cada espacio libre estaba ocupado por producciones de los niños/as (vamos: usemos un poco el genérico,no pasa nado si decimos niños, emtiendo que consideran por igual a las niñas), era como una gran obra plástica, "aquí documentamos todo lo que dicen los niños y niñas y luego las maestras diseñan actividades específicas para lo que cada uno quiere, porque convengamos que no todos los niños/as tienen ganas de hacer lo mismo", "los niños/as son escuchados en su especificidad, porque los maestros aquí -y esta es nuestra gran diferencia- vienen a aprender de los niños/as", en fin, el niño/a era observado, mirado, estimulado; "aquí los niños/as construyeron un tobogán para bajar de la sala al patio", "este es el laboratorio de los de jardín; éste el atelier".
Y yo pensaba: pero, ¿no se trata sólo de un niño? ¿no está bueno, quizás, dejar un poco en paz, al niño? que se aburra si lo que la maestra dice no le interesa, pero que no corran a idearle otra actividad,porque quizás esa fila de hormigas que mira caminar por las grietas del cemento en el recreo, es para él simplemente una fila de hormigas, no un proyecto de investigación. Que no estén atentos a todo lo que dice o hace, porque nunca todo -ni siquiera en la infancia- es digno de ser documentado. Porque la infancia -y de esto sí estoy convencida- esta plagada de momentos de intimidad, de secretos. A medida que juego con mis hijos, que los miro crecer me doy cuenta de esto, ellos quieren estar solos, tienen un mundo privado, privadísimo, que es sólo de ellos y está bien que sea así. En fin. No sé a qué colegio mandaré a mis hijos. Hay quien me aseguró que la educación es siempre un fracaso, que, en definitiva no importa si uno elige el "mejor" colegio o el "más o menos". La verdad, me sacó un peso de encima.
Sus tiempos de jardín se terminan -parece increíble que con sólo 3 años y medio haya algo que se termine para él- y me dicen que, si no lo inscribo en alguna institución ahora, en preescolar será demasiado tarde. Leyes del mercado en las que se vive.
Entonces vamos, S y yo de aquí para allá tratando de que algo nos convenza. Como soy un tanto bocona, termino contándole a todo el mundo mis inquietudes y claro, después hay que bancarse a todo el mundo opinando.Algo que me tiene un poco cansada: el discurso de conocidos y amigos que dicen: "yo mandaría a mi hijo a la escuela pública pero...." Y pagan cuotas carísimas y no consideran de verdad la educación pública, pero se ve, les gusta decirlo. Pero tratemos de pensar por lo positivo y no por lanegación.
En cada reunión los directivos de cada colegio intentan convencernos de que su "proyecto" es el mejor. Y cómo. La última, y la más simpática, fue la de ayer. Un colegio súper progre de sistema italiano, carísimo -no sé ni cómo lo hubiéramos pagado. Las instalaciones eran dignas de Disneylandia. Pero una Disneylandia intelectual: la sala de 4 tenía en las paredes dos cartulinas -entre muchas otras cosas- con citas de La poética del espacio, de Bachelard. Era increíble, uno diría: ¿es necesario?, ¿qué aporta, por dios? En lugar de un horario donde dijera: lunes, plástica/ martes, música, etc., el pizarrón lo ejemplioficaba con fotos de los niños "en acto". Cada banco, cada mesa, cada espacio libre estaba ocupado por producciones de los niños/as (vamos: usemos un poco el genérico,no pasa nado si decimos niños, emtiendo que consideran por igual a las niñas), era como una gran obra plástica, "aquí documentamos todo lo que dicen los niños y niñas y luego las maestras diseñan actividades específicas para lo que cada uno quiere, porque convengamos que no todos los niños/as tienen ganas de hacer lo mismo", "los niños/as son escuchados en su especificidad, porque los maestros aquí -y esta es nuestra gran diferencia- vienen a aprender de los niños/as", en fin, el niño/a era observado, mirado, estimulado; "aquí los niños/as construyeron un tobogán para bajar de la sala al patio", "este es el laboratorio de los de jardín; éste el atelier".
Y yo pensaba: pero, ¿no se trata sólo de un niño? ¿no está bueno, quizás, dejar un poco en paz, al niño? que se aburra si lo que la maestra dice no le interesa, pero que no corran a idearle otra actividad,porque quizás esa fila de hormigas que mira caminar por las grietas del cemento en el recreo, es para él simplemente una fila de hormigas, no un proyecto de investigación. Que no estén atentos a todo lo que dice o hace, porque nunca todo -ni siquiera en la infancia- es digno de ser documentado. Porque la infancia -y de esto sí estoy convencida- esta plagada de momentos de intimidad, de secretos. A medida que juego con mis hijos, que los miro crecer me doy cuenta de esto, ellos quieren estar solos, tienen un mundo privado, privadísimo, que es sólo de ellos y está bien que sea así. En fin. No sé a qué colegio mandaré a mis hijos. Hay quien me aseguró que la educación es siempre un fracaso, que, en definitiva no importa si uno elige el "mejor" colegio o el "más o menos". La verdad, me sacó un peso de encima.
domingo, 30 de mayo de 2010
Tarde de domingo en casa
Mamá siempre ordenaba la casa los domingos, sobre todo a eso de las 6 de la tarde, y más que nada en invierno cuando a esa hora ya es casi de noche. Limpiaba, pasaba un trapo por los estantes... cuando crecí comenzó a parecerme incomprensible que alguien utilizara las últimas horas del domingo - su último día libre del fin de semana- para eso. Con el tiempo me di cuenta de lo que pasaba . Pienso que mamá lo hacía para prolongar nuestra niñez. Dejar la ropa del día siguiente sobre la mesa del comedor, la bandeja con todo listo para el desayuno, las mochilas armadas. Ahora que lo estoy viviendo, entiendo que es ahora, con los chicos pequeños, cuando la idea de empezar la semana con la casa organizada puede ser fundamental. No sólo a fines prácticos sino mentales -esa utopía de que al ordenar la casa se ordenan los pensamientos. La casa: la ropa limpia, planchada, el menú planeado -y en el mejor de los mundos, algo ya cocinado. Mi madre lo siguió haciendo aun cuando éramos adoelescentes y jóvenes que todavía no abandonaban la casa. Probablemente lo siga haciendo hoy.
La casa es una categoría ancestral. Mujer y casa son dos sustantivos, que, unidos, muchas veces parecen pobres. Sin embargo aquí estamos, las que nos gusta nuestra casa, estar en casa, ocuparnos de la casa. Por eso me sentí acompañada con una frase, (sólo que ahora no recuerdo exactamente de qué escritora era, me sale Angélica Gorodischer, pero no estoy segura): yo quería aprender a cocinar, pero también quería escribir novelas. Es la convivencia de las dos cosas lo que parece difícil. Que en casa haya una torta casera para los chicos y que, también, se esté cocinando en la compu, o en la cabeza, o en algún papelito, un poema. Y que no sea solo sobre la casa. Ahí, el otro tema. Que se dispare. O que sea sobre la casa y que por eso, dispare.
Supongo que no soy lo suficientemente torturada como para ser una Anne Sexton o S. Plath. No es sólo el talento lo que me falta sino también cierta dosis importante de oscuridad. Algo oscuro tengo, sí. Giro alrededor de las mismas obsesiones, tengo un par de textos inconclusos desde hace años y me siguen interpelando. Pero también esta la casa. Amo ésta y cada una de las casas en las que viví. Mi casita en Bariloche, en el km 5 frente al lago -aunque haber estado ahí ahora parezca algo improbable, un invento, una ficción necesaria para escribir o paa sobrevivir. Adoraba mi casa de Juncal, la que alquilé apenas regresé del sur. Y, cómo no, la de Seguí donde vivimos con S, donde nació L.
Y ahora ésta, la propia. Apenas uno entra ve detrás de la ventana que da al pulmón de manzana un enorme palo borracho florecido. Y amo su interior: lo mejor y lo peor de nosotros mismos. L pinta con temperas, S salió con el bebé. Yo escribo mientras ordeno la casa. Escuchamos -L y yo- a Ben Harper. Y es domingo.
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jueves, 27 de mayo de 2010
4 colectivos, 2, subtes, 1 taxi y Kawabata
No suelo moverme demasiado. Estoy mucho en mi casa, de mi casa voy a la Casa de la Lectura -donde trabajo- en el 92 y de ahí de vuelta a casa. Casi no voy al microcentro. A la mañana, en general, me quedo, o si salgo paseo con el cochecito, cocino, cosas así. Por ejemplo, desde ayer el libro de Williams está apoyado sobre un estante en la cocina. Y me doy cuenta, en días como el de hoy que, como la tortuga, cada vez estoy más metida para adentro.
Hoy fue un día inusual: tuve que ir dos veces a Constitución -a la mañana y a la tarde-, una al Hospital Rawson, otra por trabajo -pero, ¡viva! pude ver la maqueta de uno de los libros infantiles que se van a publicar este año- en el medio fui a buscar a L al jardín, tuve otra reunión en Palermo y pasé por Clarín. Pero, estar en viajes tiene su parte buena y hoy, por ejemplo, leí casi entero -pienso terminarlo en un rato- País de nieve, de Kawabata. Hacía meses y meses que casi no leía. Ni hablar de una novela. Esta es preciosa. Hoy antes de salir de casa, la saqué de la biblioteca. Qué bueno es eso, cuando acertás con el libro que te llevás para atravesar con cierta felicidad un periplo como el que tenía hoy yo. Porque estuve a punto de agarrar el de Alice Munro, por ejemplo, que me dicen es genial, o el de Clarice Lispector que leo lentamente. Seguramente buenas elecciones, pero no como esta: súper, la mejor, la que tenía que ser.
A ver: los diálogos, la manera en la que el autor hace atravesar lo más terrenal, por así decirlo, en medio de un paisaje sublime, donde todo es un juego de luces y sombras, un paisaje nevado que se deja atravesar por el paso lento de un tren -como si toda la novela fuese vista por el protagonista desde la ventanilla del tren, sobreimpresa en eso de atemporal que tienen las montañas, ese tiempo no humano o diríamos ese no-tiempo- y de repente, corta una escena con la protagonista moviendo su kimono para ahuyentar mosquitos. Digo, hay una maestría en no dejar que la escena se suelte demasiado, en traerla de nuevo a lo más vital, lo de todos los días, que es sorprendente.
Todavía tengo que terminarla, pero algo me dice que no tendré mucho tiempo durante el fin de semana como para sentarme a escribir, así que no quería dejar pasar mi alegría de hoy -por haber leído, por haber acertado en el libro.
A ver: los diálogos, la manera en la que el autor hace atravesar lo más terrenal, por así decirlo, en medio de un paisaje sublime, donde todo es un juego de luces y sombras, un paisaje nevado que se deja atravesar por el paso lento de un tren -como si toda la novela fuese vista por el protagonista desde la ventanilla del tren, sobreimpresa en eso de atemporal que tienen las montañas, ese tiempo no humano o diríamos ese no-tiempo- y de repente, corta una escena con la protagonista moviendo su kimono para ahuyentar mosquitos. Digo, hay una maestría en no dejar que la escena se suelte demasiado, en traerla de nuevo a lo más vital, lo de todos los días, que es sorprendente.
Todavía tengo que terminarla, pero algo me dice que no tendré mucho tiempo durante el fin de semana como para sentarme a escribir, así que no quería dejar pasar mi alegría de hoy -por haber leído, por haber acertado en el libro.
miércoles, 26 de mayo de 2010
Love song, William Carlos Williams
Va en inglés, para empezar bien la corta semana post-mayo.
Love song
Sweep the house clean,
hang fresh curtains
in the windows
put on a new dress
and come with me!
The elm is scattering
its little loaves
of sweet smells
from a white sky!
Who shall hear of us
in the time to come?
Let him say there was
a burst of fragance
from black branches.
William Carlos William, Al que quiere, 1917.
Love song
Sweep the house clean,
hang fresh curtains
in the windows
put on a new dress
and come with me!
The elm is scattering
its little loaves
of sweet smells
from a white sky!
Who shall hear of us
in the time to come?
Let him say there was
a burst of fragance
from black branches.
William Carlos William, Al que quiere, 1917.
martes, 25 de mayo de 2010
Algunas reflexiones sobre los festejos de mayo
Recuerdo hace muchos años cuando Sarlo decía que internet era una revolución impensable. En ese momento ella tenía un look muy diferente al de ahora, con un mechón decolorado que le cruzaba la frente. La escuchábamos con devoción los sábados por la mañana mis amigas Gime, Lu y yo.
Hoy por hoy hay una revolución en marcha, sólo que se apoya en la vulnerable pantalla de televisión. Por ponerle un nombre casero, me arriesgo con este: mediatización de la política. Es más: la farandulización de la política y su vaciamiento de contenido. Y lo de ayer, esa disputa entre el 7 y TN por la fachada -es decir por lo que cada uno quería mostrar del festejo- fue muestra cabal. Podemos pensar que ambas decisiones, claro, son intervenciones dentro del campo de la política. Aunque me parece, que ya la política no es un campo per se, sino que no es más que lo vemos por la tele.
TN/13 mostró un Colón farandulero de la mano de sus estrellas/banderas: Mirta, Susana: lo peor. Como decía hoy Victor Hugo, detrás desfilaban directores del mundo gente que de verdad sabía lo que significaba la reapertura del Colón. El 7 mostraba su festejo, sobre todo folklore. La construcción que cada uno armó del público me pareció igual de pobre. Porque, convengamos, uno podría pensar: en la Argentina se está produciendo una revolución que finalmente apunta a la redistribución de la riqueza no sólo material sino simbólica. Y entonces, claro, la intelectualidad de Perfil, de un Tennenbaum, de varios blogs, y sites de opinadores, se empieza a ver vulnerada en su vena burguesa más profunda: "¿repartir de verdad? Y mejor no....." podría ser el pensamiento de quien se acomoda mejor en su silla. Entonces se cuestionan medidas como la irrefutable ley de medios. Una podría pensar eso, y decir, pucha, algo está pasando y estos tipos no quieren dar nada a cambio. Pero, la verdad es que eso tampoco pareciera ser lo que ocurre. Porque el socialismo más radical coincide en que las medidas K no son revolucionarias. ¿Qué es lo que pasa, entonces? Simplemente una puesta en escena de un discurso ¿político? sin nada detrás, donde la Presidenta llora cual Evita, Rodríguez Larreta discute lo indiscutible con gráficos y estadísticas, y se decide polarizar cualquier cuestión: o el Colón o la 9 de julio popular. ¿Acaso no está tan en boca de todos el proyecto de las orquestas juveniles, que data de muchos años -muchísimos más que los que lleva la desastrosa gestión Macri? ¿No es algo fundamental acercar la música clásica a la gente?; pero no desde una Valeria Mazza vestida por Valentino, vamos, eso es una pavada. Me inclino a pensar que se buscó otra gente para conducir el evento de ayer y nadie quiso ir, sino ¿quién explica a Denise Dumas? ¿Y las inscripciones en cada canal debajo de las imágenes? Digo: ni la oposición es lo que muestra TN/13/Clarín ni el oficialismo es lo que muestra el 7. Pero que desde la dirigencia se piense que la media de la gente sí puede comprar esa simplificación de discurso es realmente patético.
En fin. El tema, pienso, es el vaciamiento del lugar de la política, o mejor dicho, esta forma de hacer política como un lugar vacío. Lo que hay, lo que se plantea, es la edición -tan utilizada por los programas de tele- el corte y pegue, el disfraz; porque está muy bien el "Fútbol para todos" pero convengamos que como estrategia es por lo menos pobre o piensa un auditorio más bien limitado. Lo que hay del otro lado, bueno, ya sabemos: la tinelización.
Celebro que cada uno tenga que aclarar posiciones y ese es un logro de la política de medios del gobierno. Pero, preferiría no pensar a los periodistas como "formadores de opiniones". Son personas -más o menos honestas o más o menos deshonestas, más o menos interesantes o repudiables- que someten la realidad a un aparato de ficción. Una manera de ver el mundo, un juego de intereses, un empleador y hasta diría un estado de ánimo.
Hace mucho tiempo también, Nicolás Rosa terminaba una cursada de Crítica Literaria 3 y, mirando a los estudiantes que éramos muchos nos decía: "Siempre me llevo algo de mis alumnos en cada cursada, pero de ustedes me voy sin haber aprendido nada; no me llevo nada". Me pareció cruel, despiadado. Corría al pasillo, lo seguí y le pregunté, por qué había dicho eso. Rosa me miró, extendió su brazo en alto cual prócer y dijo: "Carolina, lea Stendhal, lea Flaubert, lea Balzac". Y se fue con ese comentario en la boca. Leí algo de Sthendhal y algo -un poco más de Flaubert. Me queda todo Balzac. Creo que lo mejor es dedicarse a eso: a profundizar.
domingo, 2 de mayo de 2010
Textos de la presentación - Mori
Aquí va lo que escribió Mori Ponsowy para la presentación de Temporada. Muchos no pudieron estar ese día. Tanto las palabras de Mori como las de Andi me llenaron de alegría y aquí las comparto. (Esperé tres años para tener el libro ente las manos... ahora los festejos como si se tratara del Bicentenario se van a extender
El invierno de mi amiga
Quiero empezar diciendo que en realidad estas palabras, esta presentación mía, me parecen innecesarias. Quizá tengan sentido de la misma manera en que un casamiento tiene sentido, como presentación en sociedad de un compromiso entre dos. Pero en realidad, en ese caso, el compromiso es lo que cuenta, y la firma en el registro, digamos, puede ser un buen motivo para celebrar con los amigos, tomar champaña y después bailar. Sin embargo, lo realmente valioso es la solidez del amor entre las dos personas que se casan y sus ganas de seguir juntos. De la misma manera, el libro de Caro, Temporada de invierno, está ahí y eso es lo que cuenta. Sus versos, sólidos, pensados y sentidos, trabajados con esmero. Sus poemas, conmovedores y hondos. Al lado de ellos, estas palabras no son más que una pequeña manera de abrir este encuentro, esta especie de ceremonia que viene a ser la presentación en sociedad del libro y, al mismo tiempo, una celebración entre amigos.
Voy al grano, entonces. Al libro que nos reúne. A sus temas y motivos recurrentes.
¿Irnos o quedarnos? ¿Partir sin estar del todo seguros, o seguir aguardando la llegada de un milagro? ¿Cuándo es bueno esperar a que pase el invierno, el frío del desamor, y cuándo es momento de apurar la llegada del verano? La incertidumbre ante el camino a seguir; la sospecha de que nos hemos equivocado de rumbo; la quietud de ese momento eterno que se estira hasta el hartazgo en el que ya no queremos seguir, pero tampoco nos decidimos a volver atrás. Ese, creo es uno de los temas de Temporada de invierno. Pero me parece que no es el tema mayor, sino una excusa para llegar a él.
¿Cómo hacer, qué decisión tomar, sobre todo si ni siquiera estamos seguros de nuestra propia naturaleza? Si fuéramos plantas, guijarros, lagartijas, seguramente sería más sencillo. Si me crecieran tallo, raíz, hojas/ dice Carolina, si me hundiera en el agua, sin respirar pero sin morir/ si me nacieran patitas corredoras/ orejas de burro, un ojo en medio de la frente…
Claro: para las piedras y los pájaros tal vez sea más fácil vivir. Quizá ellos no tengan que decidir, que apresurar el fin del invierno. Permanecen o levantan vuelo/ según su naturaleza.
Y nosotros, ¿acaso sabemos cuál es nuestra naturaleza? Bien podría pasar que ni siquiera tuviéramos una, dice Carolina en un poema. Que nuestro estilo sea no tener ningún estilo o, quizá, que lo nuestro sea esperar y nada más.
Se trata, en el fondo, de la pregunta que empezó con las primeras mujeres y los primeros hombres del planeta, en el momento en que dejamos de ser animales… ¿Quiénes somos? Bueno… ese tema, tal vez, creo, es el tema de este libro.
Frente al mandato del padre de seguir su propia naturaleza con el que empieza Temporada, Carolina se pierde en un invierno errático, se tiende al sol, juega entre el follaje, como si hubiera olvidado el mandato inicial, o como si quisiera ignorarlo y desviarse sin ningún patrón aparente… O, quizá, como si la única manera de seguir su propia naturaleza fuera esa: perdiéndose y deteniéndose para encontrarla alguna vez.
En Temporada de invierno hay dos velocidades: la del mundo externo que transcurre como las nubes que pasan, y la del mundo interior que es pura demora y ensayo. Y aunque el invierno está ahí afuera, en las montañas, en las olas y los médanos, la quietud invernal se refiere no tanto a lo que ocurre tras las ventanas, sino que refleja el paisaje interior de la poeta.
La naturaleza como gran metáfora empieza a operar desde el primer verso del libro, La montaña cabía en la palma/ de una mano, y termina recién en el último, un tronco blanco cuya corteza ha ido perdiendo capas/ y capas a lo largo del tiempo. Y es esa familia de metáforas ancladas en la naturaleza la que confiere a Temporada una coherencia especial: no se trata de poemas escritos al azar, sino de piezas pensadas dentro de un marco determinado, como un pintor que prepara cuadros para una exposición anclada en un motivo.
Si a esto sumamos, además, que los cuadros de Carolina van narrando una historia, entenderemos por qué los poemas del libro están atados unos a otros, hilvanados como guijarros que marcan un camino a través del bosque y nos llevan desde la oscuridad a la luz. Del invierno al verano. O, lo que es lo mismo –dentro del juego de metáforas que ella nos propone— de la atribulación y el peso del desamor, a la tibieza que nace del encuentro entre un hombre y una mujer que harán fuego con ramitas y se querrán sin sobresaltos, en el confín del parque/ tan a la mano. De las grandes preguntas, a las pequeñas escenas que terminan confiriendo sentido a nuestras vidas. Pero creo que para Carolina, el verano seguramente será tema de otro libro, porque en este apenas se anuncia al final. Es la parálisis del frío y del corazón congelado lo que ocupa estos poemas.
Como una procesión antigua
como si alguien dijera afuera está helando
una manada de bisontes ha hecho cueva
en nuestro silencio cotidiano.
Husmean
como chicos encerrados en departamentos
una huella, algo que no aburra.
Cae sobre la alfombra, exhausto, un bisonte.
¿Es su destino morir así
en lugar de dejarse llevar una noche
a través de la estepa cubierta de nieve?
En reposo pareces un animal enfermo
no herido, ni ultrajado por un cazador
sino enfermo.
¿Mueren así los animales?
¿Engañados como nosotros en la quietud del paisaje?
Otra característica del invierno es la repetición. No hay colores distintos como en primavera o verano, no hay cantos de pájaros, construcción de nidos que van creciendo, cuidado de polluelos, hojas que empiezan apenas como brotes diminutos y van tomando forma y creciendo hasta hacer explosión en las copas de los árboles. El invierno es un vacío incómodo, repetición hasta el hartazgo que no encuentra la salida. Mejor sería caer de una vez por todas, que caer eternamente.
Una rama cae precisa
en el espacio que le reserva el aire.
Cae o se deja caer en un único movimiento.
Una ola, quiebra el silencio como una ola.
El eco de mi repetición, cansa.
Quisiera caer una sola vez y con una sola palabra
pero todo se prolonga más allá de lo ordinario.
En medio de este paisaje desolador, la poeta sabe que la vida está en otra parte. En el futuro que espera por ella. Un futuro que, en cierto modo, está anunciado en la constancia de las estaciones, o quizá sólo en la esperanza de quien escribe. Pero lo que no se sabe de ese tiempo venidero es cuándo vendrá. Mientras tanto, pasamos el domingo/ como dos trasatlánticos abriéndose paso/ en la densidad de un banco de arena.
Quiero terminar con algo más personal. Mientras leía el libro me pasaron dos cosas. Una fue conmoverme mucho sin poder explicar racionalmente muy bien por qué. Tal vez se trate de la precisión de las metáforas apuntando directamente hacia aquello que es tan difícil decir… aquello para lo que tal vez no basten las palabras porque, más que de lo tangible, se trata en realidad de bisontes. O trasatlánticos. Pero me pasó, además, otra cosa y es que me asombré de tener una amiga tan sabia. Es extraño, uno tiene una amiga y se encuentra con ella en un café. La amiga está con una panza grande y un hijito que hace poco aprendió a caminar y que da vueltas en torno a la mesa, interrumpiendo la conversación a cada rato. Uno habla con la amiga de asuntos cotidianos, domésticos. Y, después, de pronto, un día la amiga nos regala un libro y, más tarde, ya en casa, en sus versos encontramos una hondura desconocida. Una serenidad sabia imposible en un almuerzo o un café.
Lo que quiero decir, en el fondo, es que estoy orgullosa de mi amiga… no sólo por la belleza de sus poemas, sino por todo lo que ella aprendió durante su travesía invernal. Estoy orgullosa, también, de su talento como poeta… de su sorprendente capacidad para encontrar las palabras justas, para decir mucho de lo que, de otra manera, sería indecible.
El invierno de mi amiga
Quiero empezar diciendo que en realidad estas palabras, esta presentación mía, me parecen innecesarias. Quizá tengan sentido de la misma manera en que un casamiento tiene sentido, como presentación en sociedad de un compromiso entre dos. Pero en realidad, en ese caso, el compromiso es lo que cuenta, y la firma en el registro, digamos, puede ser un buen motivo para celebrar con los amigos, tomar champaña y después bailar. Sin embargo, lo realmente valioso es la solidez del amor entre las dos personas que se casan y sus ganas de seguir juntos. De la misma manera, el libro de Caro, Temporada de invierno, está ahí y eso es lo que cuenta. Sus versos, sólidos, pensados y sentidos, trabajados con esmero. Sus poemas, conmovedores y hondos. Al lado de ellos, estas palabras no son más que una pequeña manera de abrir este encuentro, esta especie de ceremonia que viene a ser la presentación en sociedad del libro y, al mismo tiempo, una celebración entre amigos.
Voy al grano, entonces. Al libro que nos reúne. A sus temas y motivos recurrentes.
¿Irnos o quedarnos? ¿Partir sin estar del todo seguros, o seguir aguardando la llegada de un milagro? ¿Cuándo es bueno esperar a que pase el invierno, el frío del desamor, y cuándo es momento de apurar la llegada del verano? La incertidumbre ante el camino a seguir; la sospecha de que nos hemos equivocado de rumbo; la quietud de ese momento eterno que se estira hasta el hartazgo en el que ya no queremos seguir, pero tampoco nos decidimos a volver atrás. Ese, creo es uno de los temas de Temporada de invierno. Pero me parece que no es el tema mayor, sino una excusa para llegar a él.
¿Cómo hacer, qué decisión tomar, sobre todo si ni siquiera estamos seguros de nuestra propia naturaleza? Si fuéramos plantas, guijarros, lagartijas, seguramente sería más sencillo. Si me crecieran tallo, raíz, hojas/ dice Carolina, si me hundiera en el agua, sin respirar pero sin morir/ si me nacieran patitas corredoras/ orejas de burro, un ojo en medio de la frente…
Claro: para las piedras y los pájaros tal vez sea más fácil vivir. Quizá ellos no tengan que decidir, que apresurar el fin del invierno. Permanecen o levantan vuelo/ según su naturaleza.
Y nosotros, ¿acaso sabemos cuál es nuestra naturaleza? Bien podría pasar que ni siquiera tuviéramos una, dice Carolina en un poema. Que nuestro estilo sea no tener ningún estilo o, quizá, que lo nuestro sea esperar y nada más.
Se trata, en el fondo, de la pregunta que empezó con las primeras mujeres y los primeros hombres del planeta, en el momento en que dejamos de ser animales… ¿Quiénes somos? Bueno… ese tema, tal vez, creo, es el tema de este libro.
Frente al mandato del padre de seguir su propia naturaleza con el que empieza Temporada, Carolina se pierde en un invierno errático, se tiende al sol, juega entre el follaje, como si hubiera olvidado el mandato inicial, o como si quisiera ignorarlo y desviarse sin ningún patrón aparente… O, quizá, como si la única manera de seguir su propia naturaleza fuera esa: perdiéndose y deteniéndose para encontrarla alguna vez.
En Temporada de invierno hay dos velocidades: la del mundo externo que transcurre como las nubes que pasan, y la del mundo interior que es pura demora y ensayo. Y aunque el invierno está ahí afuera, en las montañas, en las olas y los médanos, la quietud invernal se refiere no tanto a lo que ocurre tras las ventanas, sino que refleja el paisaje interior de la poeta.
La naturaleza como gran metáfora empieza a operar desde el primer verso del libro, La montaña cabía en la palma/ de una mano, y termina recién en el último, un tronco blanco cuya corteza ha ido perdiendo capas/ y capas a lo largo del tiempo. Y es esa familia de metáforas ancladas en la naturaleza la que confiere a Temporada una coherencia especial: no se trata de poemas escritos al azar, sino de piezas pensadas dentro de un marco determinado, como un pintor que prepara cuadros para una exposición anclada en un motivo.
Si a esto sumamos, además, que los cuadros de Carolina van narrando una historia, entenderemos por qué los poemas del libro están atados unos a otros, hilvanados como guijarros que marcan un camino a través del bosque y nos llevan desde la oscuridad a la luz. Del invierno al verano. O, lo que es lo mismo –dentro del juego de metáforas que ella nos propone— de la atribulación y el peso del desamor, a la tibieza que nace del encuentro entre un hombre y una mujer que harán fuego con ramitas y se querrán sin sobresaltos, en el confín del parque/ tan a la mano. De las grandes preguntas, a las pequeñas escenas que terminan confiriendo sentido a nuestras vidas. Pero creo que para Carolina, el verano seguramente será tema de otro libro, porque en este apenas se anuncia al final. Es la parálisis del frío y del corazón congelado lo que ocupa estos poemas.
Como una procesión antigua
como si alguien dijera afuera está helando
una manada de bisontes ha hecho cueva
en nuestro silencio cotidiano.
Husmean
como chicos encerrados en departamentos
una huella, algo que no aburra.
Cae sobre la alfombra, exhausto, un bisonte.
¿Es su destino morir así
en lugar de dejarse llevar una noche
a través de la estepa cubierta de nieve?
En reposo pareces un animal enfermo
no herido, ni ultrajado por un cazador
sino enfermo.
¿Mueren así los animales?
¿Engañados como nosotros en la quietud del paisaje?
Otra característica del invierno es la repetición. No hay colores distintos como en primavera o verano, no hay cantos de pájaros, construcción de nidos que van creciendo, cuidado de polluelos, hojas que empiezan apenas como brotes diminutos y van tomando forma y creciendo hasta hacer explosión en las copas de los árboles. El invierno es un vacío incómodo, repetición hasta el hartazgo que no encuentra la salida. Mejor sería caer de una vez por todas, que caer eternamente.
Una rama cae precisa
en el espacio que le reserva el aire.
Cae o se deja caer en un único movimiento.
Una ola, quiebra el silencio como una ola.
El eco de mi repetición, cansa.
Quisiera caer una sola vez y con una sola palabra
pero todo se prolonga más allá de lo ordinario.
En medio de este paisaje desolador, la poeta sabe que la vida está en otra parte. En el futuro que espera por ella. Un futuro que, en cierto modo, está anunciado en la constancia de las estaciones, o quizá sólo en la esperanza de quien escribe. Pero lo que no se sabe de ese tiempo venidero es cuándo vendrá. Mientras tanto, pasamos el domingo/ como dos trasatlánticos abriéndose paso/ en la densidad de un banco de arena.
Quiero terminar con algo más personal. Mientras leía el libro me pasaron dos cosas. Una fue conmoverme mucho sin poder explicar racionalmente muy bien por qué. Tal vez se trate de la precisión de las metáforas apuntando directamente hacia aquello que es tan difícil decir… aquello para lo que tal vez no basten las palabras porque, más que de lo tangible, se trata en realidad de bisontes. O trasatlánticos. Pero me pasó, además, otra cosa y es que me asombré de tener una amiga tan sabia. Es extraño, uno tiene una amiga y se encuentra con ella en un café. La amiga está con una panza grande y un hijito que hace poco aprendió a caminar y que da vueltas en torno a la mesa, interrumpiendo la conversación a cada rato. Uno habla con la amiga de asuntos cotidianos, domésticos. Y, después, de pronto, un día la amiga nos regala un libro y, más tarde, ya en casa, en sus versos encontramos una hondura desconocida. Una serenidad sabia imposible en un almuerzo o un café.
Lo que quiero decir, en el fondo, es que estoy orgullosa de mi amiga… no sólo por la belleza de sus poemas, sino por todo lo que ella aprendió durante su travesía invernal. Estoy orgullosa, también, de su talento como poeta… de su sorprendente capacidad para encontrar las palabras justas, para decir mucho de lo que, de otra manera, sería indecible.
Mori Ponsowy
miércoles, 21 de abril de 2010
Gracias!
Desde chica tiendo a la nostalgia. No estaba todavía terminando el cumpleaños cuando ya me ponía mal por todo el esfuerzo que habían implicado los preparativos y lo breve del festejo. Me acuerdo de mi mamá guardando las copas "buenas" en el armario y yo pensando: ya está, terminó. Nada de esto me pasó ayer. Todo fue celebrar. Un festejo que me pertenece a medias: es del libro. Lo escribí hace cuatro años, casi tres esperé a que la editorial lo sacara y ahora, después de lo de ayer, ya no es mío. Eso es lo bueno. Quizás empiece de a poco a abandonar esa nostalgia que, como el libro, probablemente me pertenezca solo a medias también. (Es evidente que estoy cayendo en la confesión de la blogosfera... pero ¿no dicen acaso que todo pasa por otros lados, ahora? Facebook, twitter. El blog está demodé, por eso toda esta confesión probablemente se pierda en esta pantalla para siempre)
Así que salud, por este libro y por los que vendrán.
martes, 13 de abril de 2010
Falta 1 semana
jueves, 8 de abril de 2010
viernes, 2 de abril de 2010
Antartida de Claire Keegan
Ayer, esperé a que todo el mundo infantil que me rodea llegara a buen puerto, llené la bañera de agua caliente y me metí en el agua con un libro de Claire Keegan. Me habían recomendado, especialmente, el primer cuento. Algo en relación a mi vida doméstica, creí entender cuando me dijeron que tenía que leerlo. Así que comencé por Antartida, aunque el género cuento no es de mis preferidos. Empecé a leerlo recordando a la propia Keagan recorriendo Villa Ocampo en una reunión hace casi dos años. Me pareció interesante. Oscura, rara. Irlandesa. Interesante. El cuento es genial. Buenísimo. La traducción también. Pero el final me resultó casi diría intolerable. Intolerable en todo el sentido del término. ¿Por qué hace la autora que le suceda eso a su protagonista? ¿Por qué termina presa de un esperable castigo -consecuencia de la culpa cristiana, de los arcaicos preceptos de la infancia? Como el cuento es buenísimo y mi lectura, por lo menos, pobre me quedo pensando: ¿qué tipo de lectora soy? ¿cómo puede ser que desde hace un tiempo haya tramas que no tolere, simplemente, por juzgarlas crueles? ¿Por qué esa empatía con ciertos personajes -¿habrá sido eso lo que intuyó quien me hizo leer el cuento?- que hace que los sienta tan vivos, tan propios que, luego deshacerme de ellos para mirar en perspectiva me resulte posible pero doloroso? En fin. Soy la mala lectora.
miércoles, 31 de marzo de 2010
Bliss
La foto o el fotomontaje se llama "Aproximación a los sueños" y es de Jacques Bedel. Lo descubrí hace unos días a Bedel gracias a una nota que estoy escribiendo. Viene a cuento de lo que sigue. Antes de estudiar Letras,yo, pintaba. Iba con mi valijita al segundo piso del estudio de Cristina Santander, y pintaba. Después entré a Bellas Artes y es algo en lo que siempre hago hincapié cuando me piden una biografía: estudió Bellas Artes en la Escuela Prilidiano Pueyrredón. Guardo de esos dos años los mejores recuerdos. Quizás porque fue el único tiempo de mi vida post secundaria en el que no trabajé. Y, si bien mi vida no fue sacrificada sí sufrí la debacle del comercio de papá, un comerciante judío con negocios en una galería en el Once hasta el menemismo. Demasiada confesión para un miércoles de ceniza a las 10 de la noche, pero los chicos duermen, el día ha sido por demás largo y me dieron ganas.
Lo que iba a contar era lo siguiente. Salgo del trabajo 5 en punto porque tengo que estar a las 5 y media en el Museo Nacional de Bellas Artes. Entro con mi miopía a cuestas y sin anteojos. Y lo recuerdo justo en ese momento: cuando veo la gente salpicada aquí y allá entre los cuadros, cuando me doy cuenta de que se me dificulta encontrar las flechas que indican para qué lado debo ir y después, cuando estoy dentro de la tienda del museo (negocio, negocio propiamente dicho era lo que tenía mi papá) y me cuesta encontrar la caja, en parte por la extraña arquitectura de la tienda y en parte por cierto mareo fruto, no sólo de la miopía en cuestión, sino de otra cosa. Es que apenas entro al Museo se me viene encima toda esa felicidad que sentía cuando estudiaba Bellas Artes. Cuando visitaba los museos. Cuando me detenía frente a algo tan material como una pintura -la literatura nunca será tan material ni tendrá tan fuerte la huella del tabajo manual. ¿Cuál es el original en literatura? Nosotros no tenemos esa categoría. La pintura sí la tiene. Entonces me detengo frente a un cuadro, quiero ver la pincelada -es que estoy frente a un original- y me acerco como lo hacía a los 18 años, cuando no trabajaba, me acerco porque no veo bien y me doy cuenta de que hay gente por todos lados, guardias incluso, pero no puedo evitarlo. Sé que sueña cursi. Que el conocimiento es fruto del esfuerzo y no de momentos como este. Pero no puedo evitarlo. Presiento que me observan. Sé que parezco un poco perdida o atolondrada y entonces, cuando hago ese gesto simple de mirar de cerca la pincelada, escucho una voz desde los parlantes de algún oscuro rincón del Museo: "no se acerque a la obra, no se acerque a la obra" y luego la versión de la frase en inglés.
Nada está tan cerca como parece, parecía decir Katherine Mansfield en su cuento "Bliss". Ni siquiera, podríamos agregar sin dramatismos, el propio pasado.
lunes, 29 de marzo de 2010
Crítica a Temporada de invierno
En ADN (Suplemento de cultura de La Nación).
Una alegría, al hojear el diario el sábado.
Una alegría, al hojear el diario el sábado.
lunes, 22 de marzo de 2010
Vayan agendando
Para festejar la llegada del otoño, lo cual no es un motivo menor.
Agenden:
20 de abril, 20h.
Librería Fedro. Carlos Calvo 578
Presentación de Temporada de invierno.
Al fin!!!!!!!!!!!!!!
Agenden:
20 de abril, 20h.
Librería Fedro. Carlos Calvo 578
Presentación de Temporada de invierno.
Al fin!!!!!!!!!!!!!!
martes, 2 de marzo de 2010
Silvio Mattoni
Ayer, en la Casa de la Lectura, Irene Gruss nos preguntaba: ¿qué lecturas te conmueven, a cuáles volvés? E insistía: ¿pero qué poema de Pavese? ¿qué autor del siglo de oro? La pregunta es tan puntual como la fibra que ese poema, esa palabra debería mover. Yo dije Pavese y Anne Sexton. Debería haber dicho: Lavorare Stanca, de Pavese, "The Fortress", de Anne Sexton. Por ahí da miedo que a lo largo de años, uno tenga en la cabeza sólo un par de palabras, el eco de algunos versos, no más.
Le sumo otro libro: Poemas sentimentales de Silvio Mattoni. Y aquí va un poema, no de ese libro, pero de otro de Mattoni, que continúa en la línea de los sentimentales. Ahora que lo pienso, y que lo transcribo, me saco el sombrero, porque no cualquiera escribe algo tan bello sobre lo terrible de la enfermedad de un hijo.
Heroísmo
Leí que el heroísmo es una opción
sólo para quien lucha en desventaja.
¿Será por eso que en algún momento
decisivo, quisiéramos mirar
hacia atrás, hacía la altura de una muralla
de donde nos rogaron no salir?
Sabemos que no hay nadie, y además
¿como ver el peligro que se arroja
enfrente de nosotros? Aquel día,
con pocas horas de sueño en la mañana infame
de la clínica pulcra, había pasado
una semana de crueldades infundadas
sobre tu cuerpo de dos meses, iban
a hacerte una pequeña operación
con anestesia e impunemente usaban
la lengua griega; una biopsia hepática.
Aterrado, impertérrito, yo había
mantenido mi apático optimismo:
las desgracias son raras y a mí
no me hacen falta. Bastantes temas
hay ya en haber nacido, en los niños,
la vejez y la muerte. Pero caminé
repitiendo canciones que el azar
ponía en mi cabeza, y en la barra
del café hospitalario, justo antes
de que entraras, Galileo, dormido
al quirófano, sentí que me llegaba
el llanto. "¡Andrómaca! -me dije-
no me dejés salir a la llanura."
Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,
que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida
corrí a esperarte y enfrenté la tortura
porque si había un héroe en este mundo
ése eras vos, en plena desventaja,
sin palabras, luchando con bracitos
minúsculos contra la invasión médica.
Ahora creciste, ganaste peso, sonreís
a cada rato. Cada mañana pido a
al vacío que combina esto que haya
una pequeña Troya de cien años
para que vivas hasta ser un viejito
sabio y desmemoriado. No escuchemos
el murmullo lejano de los griegos.
No existen, y sí, nosotros nos movemos.
Silvio Mattoni. de Héroes, colección GAMA, Ediciones CILC
para darle fuerza a Joaquín.
Le sumo otro libro: Poemas sentimentales de Silvio Mattoni. Y aquí va un poema, no de ese libro, pero de otro de Mattoni, que continúa en la línea de los sentimentales. Ahora que lo pienso, y que lo transcribo, me saco el sombrero, porque no cualquiera escribe algo tan bello sobre lo terrible de la enfermedad de un hijo.
Heroísmo
Leí que el heroísmo es una opción
sólo para quien lucha en desventaja.
¿Será por eso que en algún momento
decisivo, quisiéramos mirar
hacia atrás, hacía la altura de una muralla
de donde nos rogaron no salir?
Sabemos que no hay nadie, y además
¿como ver el peligro que se arroja
enfrente de nosotros? Aquel día,
con pocas horas de sueño en la mañana infame
de la clínica pulcra, había pasado
una semana de crueldades infundadas
sobre tu cuerpo de dos meses, iban
a hacerte una pequeña operación
con anestesia e impunemente usaban
la lengua griega; una biopsia hepática.
Aterrado, impertérrito, yo había
mantenido mi apático optimismo:
las desgracias son raras y a mí
no me hacen falta. Bastantes temas
hay ya en haber nacido, en los niños,
la vejez y la muerte. Pero caminé
repitiendo canciones que el azar
ponía en mi cabeza, y en la barra
del café hospitalario, justo antes
de que entraras, Galileo, dormido
al quirófano, sentí que me llegaba
el llanto. "¡Andrómaca! -me dije-
no me dejés salir a la llanura."
Y pensé en Baudelaire, el pusilánime,
que nunca tuvo hijos. Aunque enseguida
corrí a esperarte y enfrenté la tortura
porque si había un héroe en este mundo
ése eras vos, en plena desventaja,
sin palabras, luchando con bracitos
minúsculos contra la invasión médica.
Ahora creciste, ganaste peso, sonreís
a cada rato. Cada mañana pido a
al vacío que combina esto que haya
una pequeña Troya de cien años
para que vivas hasta ser un viejito
sabio y desmemoriado. No escuchemos
el murmullo lejano de los griegos.
No existen, y sí, nosotros nos movemos.
Silvio Mattoni. de Héroes, colección GAMA, Ediciones CILC
para darle fuerza a Joaquín.
lunes, 1 de marzo de 2010
Otra forma del realismo
Como muchos, recuerdo un tiempo, mítico –la infancia, siempre- en el que veía perfectamente bien. Luego, en séptimo grado, en lugar de copiar del pizarrón lo hacía de la carpeta de mi compañera de banco y después, más adelante usé lentes de contacto. No importa. Porque hubo otro renacer, hace ya más de once años en el que me operé de la vista y, como por arte de magia un mundo de límites difusos se transformó en uno nítidamente definido. Por supuesto, la miopía tenía que volver. Y en ese estado medio sonámbulo –me niego a usar todo el tiempo lo anteojos, quizás demasiado raros/modernos que me compré- voy y vengo, me subo a colectivos, intento leer el nombre de las calles, llevo a L al jardín, cocino, etc., etc.; es decir: estoy en el mundo, sí. Pero a medias.
Así, en este estado, pasé hoy por la vidriera de la cadena de cafés “Aroma” seducida por la imagen de un “frozen” de frutillas y arándanos. Claro que el frozen –lo que yo creí un batido fresco- se convirtió en una aventura que implicaba adentrarse en las entrañas mismas del lugar. Paso a detallar: 1. Las frutas frescas eran el misterioso contenido de uno sobres plásticos, congelados, de color bordó. 2. Para buscar dichos sobres, la cajera/mesera tuvo que hurgar debajo de las cajitas de unos helados, como si éstos sólo sirvieran para esconder otra cosa, como si la heladera, en realidad no estuviera habilitada para los “frozen”, como si todo esto de los frozen fuese, un invento para impedir que la cadena de cafés no se fuera directamente a la ruina. 3. Con los sobres congelados en la mano, me invitó a sentarme, dijo que ella me “traería el frozen a la mesa” porque para hacerlo tenía que ir “adentro”- Yo pensé: en estos cafés nadie va “adentro” porque adentro es afuera; abandonar esa especie de cocina a la vista equivale a traicionar la esencia del lugar, mucho más esto de sentarse y que te traigan algo. En fin. Por supuesto que, sentadita, con mi bolso repleto de cosas sobre la mesa esperé a que me trajera el brebaje. No era feo. Sólo que el color morado –porque no era exactamente bordó, ni fucsia, ni rosado- no se parecía en nada al que mostraba la foto en la vidriera. Y así, con el vaso de plástico en la mano, caminé por Santa Fé hasta Coronel Diaz donde me subí, como todos los días al 92. No pude evitar pensar que, la extrañeza de toda la situación tenía que ver con mi miopía. Que quizás ni el frozen era tan bizarro, ni el “Aroma” tan decadente, ni la mesera estaba tan apagada, como mecanizada. Sólo era yo, un poco al margen de las cosas, con la cabeza en otro lado y los sentidos demasiado alertas para suplir el déficit que me provoca mi maldita miopía. Otra forma del realismo, claro.
Así, en este estado, pasé hoy por la vidriera de la cadena de cafés “Aroma” seducida por la imagen de un “frozen” de frutillas y arándanos. Claro que el frozen –lo que yo creí un batido fresco- se convirtió en una aventura que implicaba adentrarse en las entrañas mismas del lugar. Paso a detallar: 1. Las frutas frescas eran el misterioso contenido de uno sobres plásticos, congelados, de color bordó. 2. Para buscar dichos sobres, la cajera/mesera tuvo que hurgar debajo de las cajitas de unos helados, como si éstos sólo sirvieran para esconder otra cosa, como si la heladera, en realidad no estuviera habilitada para los “frozen”, como si todo esto de los frozen fuese, un invento para impedir que la cadena de cafés no se fuera directamente a la ruina. 3. Con los sobres congelados en la mano, me invitó a sentarme, dijo que ella me “traería el frozen a la mesa” porque para hacerlo tenía que ir “adentro”- Yo pensé: en estos cafés nadie va “adentro” porque adentro es afuera; abandonar esa especie de cocina a la vista equivale a traicionar la esencia del lugar, mucho más esto de sentarse y que te traigan algo. En fin. Por supuesto que, sentadita, con mi bolso repleto de cosas sobre la mesa esperé a que me trajera el brebaje. No era feo. Sólo que el color morado –porque no era exactamente bordó, ni fucsia, ni rosado- no se parecía en nada al que mostraba la foto en la vidriera. Y así, con el vaso de plástico en la mano, caminé por Santa Fé hasta Coronel Diaz donde me subí, como todos los días al 92. No pude evitar pensar que, la extrañeza de toda la situación tenía que ver con mi miopía. Que quizás ni el frozen era tan bizarro, ni el “Aroma” tan decadente, ni la mesera estaba tan apagada, como mecanizada. Sólo era yo, un poco al margen de las cosas, con la cabeza en otro lado y los sentidos demasiado alertas para suplir el déficit que me provoca mi maldita miopía. Otra forma del realismo, claro.
La imagen es de la artista plástica Claudia Mazzuchelli
lunes, 1 de febrero de 2010
La patita radioactiva o la ilusión del realismo
Mi madre odia el pollo. Lo dice así, con vehemencia: "odio el pollo", con la misma convicción con la que declara que "las harinas son malas para la circulación". Yo lo evito, salvo cuando no sé qué darle a mi hijo de 3 años. Y ahí sí sucumbo y con todo: le doy no sólo pollo sino patitas de pollo.
Al principio miraba a Lucio con desconfianza cuando sumergía la patita en el ketchup y, combinada con un tomate cherry, se la llevaba a la boca. ¿Qué era exactamente lo que le estaba dando? O antes, al meter la mano en la bolsa congelada y dejar, esta vez yo, que cayeran dos, tres patitas sobre la mesada de la cocina. Ese golpe seco, como de piedra, que hacen todos los alimentos freezados que nos lleva a preguntarnos cómo es posible que algo pase de un estado al otro sin perder nada en el camino. Pero después... doraditas y crujientes -en esa manera que tienen de ser miniaturizadas versiones de otra cosa- son bastante tentadoras. Así que, como era de esperar, al cabo de un tiempo yo también empecé a comerlas. Y son ricas. Tienen gusto a pollo y lo que es mejor, forma de patitas. Por eso su nombre, claro. Y así convivimos las patitas, el pollo, mi hijo y yo. En la ilusión del contenido y la forma; pensando que las patitas eran parte de un mundo natural, envasado, sí, pero verdadero.
Hasta que nos traicionó la forma. Porque incluso, lo abstracto traiciona (convengamos que ningun pollo tiene patas exactamente iguales a las que vende el paquete). La pregunta por el contenido no tarda en llegar, pero el principio de la desilusión fue la forma: descubrir que en el paquete, a veces, uno puede encontrar otra cosa. Una patita pegada a la otra, por ejemplo; bueno, no habría que preocuparse, cada tanto aparecen siameses, se operan y salen adelante. Medio impresionante, cuando uno entromete el cuchillo entre las dos patitas y ve que sí, que estaban unidas, porque el pan rallado no la cubre ahora por entero. Pero, se puede convivir con eso. Luego está la patita redondita. La que, definitivamente, no tiene forma de patita. Y uno se pregunta de qué. Pero, quizás uno puede decir: tiene el muslo, le falta la parte extrema de la pata, cerrar los ojos y hacer como si la pata estuviera completa.
Pero después está lo que una amiga mía llama: la patita radioactiva. La que no se parece a nada y mucho menos responde a su nombre. No hay nada en el mundo natural con esa forma. Y ahí sí: la certeza. Esto no es pollo, no responde a lo que su nombre evoca -el pollo y sus patas-; esto responde a otra lógica, arbitraria, como la que une al significado y al significante, forma y contenido no están motivados. Es la desilusión del realismo. Y a la vez la admiración: hay alguien en algún lado, empeñado en replicar el mundo. A su manera, con sus instrumentos verbales. Alguien que de vez en cuando deja ver el artificio que construye. Como Roth, Porque retomé The Human Stain (La mancha humana) Mi amiga Mori (una verdadera fan) dice que la lee y al lee en busca del procedimiento. Porque ahí está el mundo pero de pronto uno se da cuenta de que lo que empezó con un narrador en tercera ahora -¡cómo lo hizó!- es un narrador en primera, y no sólo eso, sino que, sin abandonar su mirada de conjunto, se ha metido en la piel de tal o cual personaje. Como los grandes pero a diferencia de esas novelas que son "puro procedimiento" -pienso apenas, un poco, en Puig- ésta te sumerje en la ilusión del realismo. Un poco como Conrad. Falta poco para terminarla y ahí sí, prometo escribir sólo sobre ella.
miércoles, 27 de enero de 2010
3 en el 92
Vuelvo a ir y venir en el 92. Esta vez con más de 30 grados de sensación térmica. La gente toda transpirada. Elegir un extremo del colectivo equivale a hacer mil elucubraciones sobre en qué fatídico momento te va a dar de lleno el sol. Y la sospecha de que cuando eso pase el colectivo va a estar atiborrado de gente y no vas a poder escapar jamás. Con estas temperaturas yo de verdad me pregunto a quién le gusta el verano. Sobre todo a quién, en su sano juicio, le gusta visitar una cuidad como la nuestra en verano. Si todo se derrite. Pero acá están: turistas. Muchos, miles. Hoy: 3 en el 92.
Un europeo (sólo eso me animo a decir) conversa con un porteño al que literalmente le han bajado todos los dientes. Tiene un aparato en la boca el pobre, una mano vendada. Y dice que ahora está mejor. Que su ex novia, una jujeña, lo ayuda. Que come con una pajita. Todo esto se lo cuenta al extraño de rizos albinos al que ya ha visto quién sabe dónde. El europeo responde con monosílabos. Dice que sí, que las mujeres argentinas son muy lindas. “Hay variedad”, agrega el otro y me pregunto a qué se refiere (¡¿cuánta variedad puede haber?!). Me corro del sol. Por suerte todavía hay espacio. A mi derecha, una pareja de alemanes de más o menos cincuenta años parece comerse con los ojos. Pienso: con este calor, qué ganas. El tipo no le saca la mirada de encima. Ella no se queda atrás responde, así, siempre con los ojos encendidos. Después –o mientras tantos- recibe un mensaje que lee en voz alta con algo de esfuerzo: suerte con tus zapatos de tango. Se lo lee al tipo que no entiende nada. Se lo repite en alemán. Estos sí que están bien, pienso. No transpiran ni una gota. Yo tenía una compañera así en el colegio. Una chica de apellido inglés. La odiábamos por eso. “¿Literatura?”, escucho que le pregunta el porteño al rubio de rulos. Y se ponen a hablar de Cortázar. Leo Pringles en el cartel de la calle. Ahí me bajo y saludo al quiosquero paraguayo que no recuerda haberme visto con panza y se sorprende cuando le pregunto si me extrañó durante todos estos meses.
Un europeo (sólo eso me animo a decir) conversa con un porteño al que literalmente le han bajado todos los dientes. Tiene un aparato en la boca el pobre, una mano vendada. Y dice que ahora está mejor. Que su ex novia, una jujeña, lo ayuda. Que come con una pajita. Todo esto se lo cuenta al extraño de rizos albinos al que ya ha visto quién sabe dónde. El europeo responde con monosílabos. Dice que sí, que las mujeres argentinas son muy lindas. “Hay variedad”, agrega el otro y me pregunto a qué se refiere (¡¿cuánta variedad puede haber?!). Me corro del sol. Por suerte todavía hay espacio. A mi derecha, una pareja de alemanes de más o menos cincuenta años parece comerse con los ojos. Pienso: con este calor, qué ganas. El tipo no le saca la mirada de encima. Ella no se queda atrás responde, así, siempre con los ojos encendidos. Después –o mientras tantos- recibe un mensaje que lee en voz alta con algo de esfuerzo: suerte con tus zapatos de tango. Se lo lee al tipo que no entiende nada. Se lo repite en alemán. Estos sí que están bien, pienso. No transpiran ni una gota. Yo tenía una compañera así en el colegio. Una chica de apellido inglés. La odiábamos por eso. “¿Literatura?”, escucho que le pregunta el porteño al rubio de rulos. Y se ponen a hablar de Cortázar. Leo Pringles en el cartel de la calle. Ahí me bajo y saludo al quiosquero paraguayo que no recuerda haberme visto con panza y se sorprende cuando le pregunto si me extrañó durante todos estos meses.
martes, 26 de enero de 2010
Morábito
Lo único que leí en estas vacaciones fueron un par de poemas, anoche, de Fabio Morábito. Lo digo en pasado, porque hoy empecé a trabajar. Con esto termina mi tiempo de descanso mental, de simbiosis, de compenetración. Mateo tiene cuatro meses y medio. Y mi compañera, acá en el trabajo me dijo que está retrasada, que llega 15 minutos tarde. Entonces, para amortiguar la desazón de no poder salir ya ya ya corriendo a casa -y besar a Mateo- reescribo este poema. Que no es mío, claro, es de Morábito.
Arriba en la azotea
dibujan círculos
alrededor de los tinacos,
como buscando prolongar
el vuelo que los une,
pero la inspiración se ha ido.
No volverán como vinieron.
Hay un dicho:
la parvada que te lleva
no es la misma que te trae.
Y a veces no hay parvada de regreso
y cada cual
regresa solo y como puede.
Y debe de haber pájaros
que se resisten a dejarse ir en una
y luchan por no ver ni oir
un cielo que se surca
por gusto y no por hambre
y, si las ven pasar,
se quedan a cubierto,
entre las hojas y las ramas,
sin acudir a su llamado.
Les hablan de una Troya que no han visto,
no creen en la existencia de los Cíclopes
y no han probado qué se siente
cuando de pronto se vacían los nidos,
se enciende un vuelo sin un fin preciso
y cada cual mide su ser de pájaro sin árbol,
de pájaro entre los pájaros,
un árbol de puros pájaros, sin ramas.
de Alguien de lava en La ola que regresa.
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